Durante la colonia, frailes, monjas y virreyes no podían –y no querían- vivir sin los dulces y panes que acostumbraban en su madre patria, entonces trajeron trigo, caña, frutos secos, vinos, frutas, turrones y, de la tradición ganadera, dulces de leche. Juntaron esos productos con el chocolate, el amaranto, las calabazas, el acitrón y los chilacayotes. Hija de esta compleja mezcla es la dulcería novohispana.
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Los dulces nacieron en los conventos: los huertos y la actividad ganadera les dieron a las monjas y frailes las materias primas para hacer mermeladas, compotas, dulces cristalizados y dulces de leche. En los recetarios de Sor Juana Inés de la Cruz podemos encontrar algunos ejemplos como los dulces de nuez o los buñuelos.
Se acostumbraban los alfeñiques, pasta de azúcar amasada con aceite de almendras; los antes, una especie de budín de pan que todavía se consume como postre pero que en la época de la colonia se comía como primer tiempo (de ahí su nombre: se comía antes); las arepas usaban como principal insumo el maíz, y como técnica culinaria, los modos de panificación europeos. El bienmesabe era un postre de almíbar, yemas y almendras; la escafiroleta estaba hecha de coco, vainilla, azúcar y canela.
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Los mostachones, esos panes de almendra, azúcar y canela, junto con los borrachitos, mazapanes, muéganos, flanes, pepitorias, bizcochos y camotes también nacieron en las cocinas conventuales.
En ocasiones estos dulces se preparaban para virreyes o mandatarios que visitaban los conventos y, en otros casos, los religiosos vendían sus postres, como lo hacen hasta nuestros días.
Incluso los dulces de chamoy o tamarido, tan nuestros pero, a la vez, tan raros, tienen su origen en los conventos, en las panochitas de tamarindo. Lo mejor de todo es que muchos dulces novohispanos todavía sobreviven.