Apenas dan las dos y media o tres de la madrugada y ella ya está despierta. Esthela Bueno va por la vida con un reloj interno incansable que logra que, de martes a domingo, el Mejor Desayuno del Mundo haga su aparición sobre las mesas de su restaurante tradicional mexicano en medio del Valle de Guadalupe, Baja California.
Por: Ollin Velasco
Hoy, como cualquier día, cerca de mil 500 personas llegarán a pedir las especialidades de la casa. Sí: las mismas que en 2015 hicieran que La Cocina de Doña Esthela fuera galardonada con la distinción del mejor desayuno del planeta, según la red inglesa de críticos gastronómicos FoodieHub.
Pero no todo fue así siempre. En realidad, hasta antes de eso todo era bastante distinto.
La dureza de la Sierra y el Valle
La mujer ha trabajado toda su vida. Desde que tiene 10 años está acostumbrada a lavar, planchar y cocinar. Ha hecho la limpieza en casas de vecinos; ha guisado en restaurantes para obreros y campesinos e incluso ha horneado pan para repartir a pie en numerosas rancherías desde niña.
Esthela Bueno nació la sierra de Sinaloa. Específicamente en un pueblo llamado Cosalá, en la sierra al centro sur del estado. Su infancia la recuerda rodeada de cinco hermanos y al abrigo de una madre y un padre que, como ella después, nunca paraban.
“La cosa estaba difícil, por eso es que desde que éramos niños andamos en friega. Intentábamos ayudarle a mi mamá en lo que fuera: bordando servilletas para vender, ordeñando vacas, haciendo quesos frescos. Al trabajo nunca le he tenido miedo.”
Mientras crecía y diversificaba su experiencia haciendo de todo, Esthela se casó y tuvo dos hijas. Su madre empezó a tener problemas cardiacos. Se echaban la mano en familia. Y luego, un día que visualizó igual de atareado que cualquier otro, le llegó por la radio del pueblo un mensaje de unos viejos amigos suyos, también originarios de Sinaloa.
“Ellos estaban en el Valle de Guadalupe, en Baja California. Habían comprado ganado y montado un rancho y necesitaban de manos que les ayudaran a sacar adelante el lugar. Especialmente, alguien que hiciera quesos y pan como los de mi tierra. Querían que mi esposo y yo fuéramos para allá. No sabíamos ni en qué nos estábamos metiendo, pero aceptamos”.
Así que llenaron unas maletas y, con todo e hijas, subieron a un tranvía que los llevó a Culiacán, y luego a un bus que los bajó en el seco y fértil valle que los acogería hasta el día de hoy. Fueron cuatro días de viaje. De eso hace más de 30 años.
La familia comenzó sus labores en el rancho. Las niñas empezaron a asistir a la escuela de la zona. Pero dos años y medio después de haber puesto el primer pie ahí, el ranchó entró en bancarrota y lo cerraron. Otra vez sin trabajo.
“En algún momento pensé en volver a Sinaloa. Yo no quería una vida de miseria para mis hijos, que luego fueron tres. Entonces hablé con mi esposo y acordamos quedarnos para seguir haciendo lo único que sabíamos hacer: seguir trabajando.”
Lavar y planchar ajeno. Hornear pan y empanadas. Cocinar tortillas de harina todas las mañanas. Entregar todo a pie, de nuevo. Fueron años duros para la familia. Luego una señora, llamada Tere, que era dueña de varios ranchos en la zona, le propuso a Esthela cuidar algunos de ellos. Era un poco de dinero extra. También aceptó.
Pasaron un par de años más y regresó la desgracia: Tere debía volver a Guadalajara y empezó a vender los ranchos. Un buen día mandó a llamar a Esthela y su esposo y les dijo que los quería mucho, que les agradecía todo, y que fueran escogiendo uno de los terrenos, porque se los iba a dejar.
“No podíamos creerlo y las lágrimas apenas nos dejaron agradecerle de todo corazón. Doña Tere nos regaló una hectárea. Nos mudamos. Era un corral baldío, puro monte. Luego algunos albañiles, que trabajaban al lado en la hacienda de vinícola La Lomita, se apiadaron de nosotros y nos regalaron tarimas, plásticos, tablas y cemento. Por cuatro años no tuvimos piso firme ni techo, pero aguantamos y empezamos a juntar ahorros de a poco.”
Es justo en ese momento de la historia, cuando nació La Cocina de Doña Esthela. Lo mejor ya estaba por venir.
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Burritos para todos
Sobre las manos de doña Esthela cayeron de golpe varias décadas de uso rudo y a toda hora. Una mañana despertó con un dolor insoportable y varios de sus dedos chuecos. Fue al médico y él le dijo que debía dejar de lavar y planchar, porque el contacto constante con el calor y el agua estaban haciendo estragos en su cuerpo. Le sugirió solo dedicarse a cocinar. Y hacerlo con mucho cuidado.
La mujer volvió a casa. En el camino empezó a pensar a toda velocidad. La respuesta le llegó en automático: empezaría a hacer burritos y a vendérselos a los trabajadores de La Lomita. Y también a los maestros y a los niños de la escuela de sus hijos en la hora del recreo.
Empezó vendiendo seis burritos al día. Hacía sólo rellenos con verduras, pues se habían quedado sin animales y la carne era cara. Los preparaba de frijoles refritos, papa, huevo, repollo y ejotes. Pero dice que le sabían bien y, como los vendía a cinco pesos, empezaron a ser un éxito.
“De pronto me compraban en el mercado, o me hacían pedidos grandes. Preparaba yo sola hasta 200 al día. No me daba abasto. Por eso un día me animé, compré dos tablas, les puse un mantelito y empecé a venderlos aquí en mi casa, como si fuera un restaurante chiquito.”
Con el paso del tiempo el lugar creció. De dos pasaron a seis mesas. Luego a tener guisados con carne, un local más en forma y hasta luz eléctrica. En el Valle de Guadalupe la leyenda de su huevo con machaca, sus gorditas rellenas de chicharrón, sus caldos y el famoso borrego tatemado que nadie olvida, creció. Doña Esthela puso más bonito su establecimiento e incluso logró darle educación universitaria a dos de sus tres hijos.
Su restaurante siguió cuesta arriba lentamente hasta que, una mañana de mayo del 2015, una llamada proveniente de Inglaterra hizo que La Cocina de Doña Esthela se inmortalizara por siempre.
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Borregos tatemados y platillos ingleses
“Yo estaba tatemando chiles. Sonó mi teléfono. Contesté y me hablaban en inglés. Yo no entendía nada y colgaba. Lo hice cuatro veces. La quinta me pasaron a alguien que sí me habló en español y quien me explicó que era la ganadora de un concurso para elegir al Mejor Desayuno del Mundo. Yo juré que era una broma. Empecé a llorar y les pedí que no jugaran conmigo, que me estaba emocionando. Me dijeron que era cierto, que en unas horas alguien de su equipo iba a llegar a entregarme mi reconocimiento.”
Y así fue. No sin que antes la noticia corriera como pólvora en el norte del país y a Doña Esthela se le saturara la línea telefónica con tantos mensajes y llamadas de felicitación. De inmediato empezaron a llegar periodistas a entrevistarla y, claro, luego le dieron el cartel con la distinción de FoodieHub. Al día de hoy luce enmarcado y sobrepuesto en una pared bastante difícil de notar desde la entrada del sitio.
La mujer, que siempre está sonriente y a la menor provocación ofrece una pieza de “pan calientito” a quien tenga cerca, dice que el premio sí le cambió la vida, pero que no es algo que haya modificado su dinámica interna en el restaurante. La única diferencia, claro, es que ahora recibe a hordas de curiosos que llegan a probar su carta entera en una sola sentada.
Cada que pienso en ello, me pongo muy feliz. Primero, porque lo que he logrado aquí es gracias a que mucha gente me apoyó en el camino; segundo, porque adoro mi trabajo y ello me ha llevado a conocer a personas increíbles. Por ejemplo, el fin de semana pasado vino un cocinero desde Londres a cocinar conmigo. No recuerdo bien su nombre, pero es alto y güero. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Gordon Ramsay.
Gordon Ramsay. El legendario chef, escritor y crítico inglés que es la superestrella de la ola gourmet televisiva y de series on demand, así como merecedor de 16 estrellas Michelin por todas las cocinas de alto nivel donde ha estado. Él mismo.
Doña Esthela cuenta que Ramsay llegó con varios camarógrafos y que le pidió que le cocinara sus mejores platillos para el desayuno. Ella hizo lo que siempre ha hecho: el café de olla, las empanadas dulces, el borrego tatemado y cocinado por más de seis horas, sus frijoles refritos, la machaca con huevo y tortillas de harina bajadas del comal, unas salsas martajadas y bien picosas.
“Él sólo podía decir que todo estaba “muy rico” y al final me besó la mano y me dio las gracias. Luego me cocinó un desayuno especial. Tampoco sé muy bien como se llama, solo recuerdo que le puso de nombre Platillo Amor, y que lo preparó con huevito, champiñones horneados, una cazuelita con frijoles y pedacitos de carne. Estaba bien bueno.”
Doña Esthela debe seguir trabajando y me lo hace saber. “Muchas gracias por interesarse en mi historia, señorita. Yo no pensé que fuera tan importante”, dice. Rayando las dos de la tarde a ella le queda un día entero de guisar, lavar platos, saludar a sus clientes y, eventualmente, también sentarse a comer.
“Lo que más me gusta de ser cocinera es ver que lo que por la mañana rebosa las cazuelas, se acaba al final del día. Me pone contenta que la gente venga y se vaya satisfecha y feliz. Eso se les nota en la cara. Yo espero seguir teniendo muchos años para seguir preparando comida todos los días. Es mi vida entera. ¡No sabe usted cómo amo mi trabajo!”