Esta es la quinta y última entrega de nuestra semana especial dedicada al pan tradicional mexicano. En ella, el chef investigador del proyecto Candelilla 16 hace un recuento de algunos de los panes mexicanos en peligro de extinción, provenientes de distintas épocas y regiones del país. ¿A cuáles de ellos sí te tocó conocer?
Tal y como hoy, en el México antiguo las panaderías eran sitios muy concurridos. Las artesas de madera no paraban de recibir masajes y azotes de masas, mientras que los hornos de leña emitían su humo al cielo, haciéndole saber a los pobladores que ya había pan caliente.
Hoy daremos un recorrido por siete panes mexicanos antiguos, tanto dulces como salados, para los que su uso, consumo y difusión ha quedado confinado a regiones muy particulares, incluso, hasta solo de entornos familiares. De no preservarse, estas recetas podrían extinguirse. Conoce cuáles son.
Por Héctor Gil Mejía @candelillamx
1. La masa de sal: chilindrina capitalina
Mucho antes de la llegada de la masa de pan esponjoso con mantequilla (llamada brioche por los franceses, aunque su origen es otomano), los panes mexicanos en la época colonial eran de agua o de manteca de cerdo.
La costumbre más extendida para diferenciar los panes dulces de los salados derivaba de la tradición islámica de almibarar o azucarar el pan una vez horneado (como las conchas o las nubes).
Por lo tanto, si a un pan de manteca o de agua se le colocaba por encima una costra dulce, un baño de almíbar, trozos de piloncillo o cualquier otro complemento, recibían diferentes nombres. Si a esto sumamos a la ecuación que la forma del pan emulara la de un animal, objeto o alimento, el número de combinaciones y permutaciones es infinito.
Mucho antes de la popularidad de las conchas, en la Ciudad de México reinaban las patas de mula, los ojos de Pancha, las novias, las bicicletas y las chilindrinas.
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¿Quién no recuerda al mítico personaje del Chavo del Ocho? En dicha serie, el personaje de la Chilindrina recibió ese mote porque tenía la cara salpicada de pecas, tal como el pan chilindrina está salpicado por una lluvia de azúcar morena y en su versión más antigua, azúcar perfumado de naranja.
En el español antiguo una chilindrina era una broma jocosa, blanca y algo sosa. Incluso había un juego de baraja llamado así porque se tiraban las cartas a la suerte sin la intervención de los jugadores.
La chilindrina era un pan simple de manteca, pero con esos granitos de azúcar cítrica que realzaban su sabor. Cada vez menos panaderías capitalinas reproducen este pan y se podría perder pronto. Era uno de los temas frecuentes del fallecido Edmundo Escamilla, sobre los panes de la Ciudad de México.
2. Los esmeriles y los fierros del Bajío
Muchos panes obtienen sus nombres de la cotidianidad del trabajo de su gente. El Bajío siempre fue una zona minera y, por lo tanto, esas herramientas tan importantes cobraron vida en el ingenio de los panaderos que buscaban la proporción exacta de humedad y grasa para dar formas de picos, esmeriles y fierros a sus panes.
En el Recetario la señora de Casa (1904), editado en Guadalajara, tenemos un apartado sobre los panes del Bajío; en él se menciona a los esmeriles como panes redondos y planos hechos con masa de piloncillo, canela y aguardiente, espolvoreados con azúcar martajada.
También se mencionan a los fierros como panes alargados y quebradizos con forma de bastón, simulando una barreta de minero.
Aún se pueden encontrar estos singulares panes en forma de herramienta en los Altos de Jalisco, Calvillo y la zona guayabera de Aguascalientes. Sería muy lindo volver a ver el ingenio de los panaderos tratando de imitar las herramientas.
3. La cafiroleta virreinal
La identidad hispana es algo evidente en nuestra panadería: se trata de una mezcla de técnicas judeo-árabes, cristianizadas con manteca de cerdo y perfumadas a la usanza de monasterios y conventos. En toda América Latina hay técnicas y recetas que nos hermanan como hijos de la misma madre.
Una de ellas es la cafiroleta, que en la cocina de Al Ándalus se trataba de una pasta de polvo de almendra y almíbar perfumado que se cocía entre capas de bizcochos formando una especie de pastel.
Cada región de América hispana y lusitana lo adaptaron a sus usos y costumbres: en Cuba con camote y canela; en Venezuela, con plátano maduro; en Perú, con lúcuma, y en el México colonial, con coco tostado, piloncillo y canela.
La cocinera poblana (1879) es un libro mítico e indispensable para los estudiosos de la cocina mexicana. Se trata de la piedra Roseta de nuestras técnicas culinarias y la evolución de nuestros sabores. En ella hay más de 10 recetas diferentes de cafiroletas de la época: con yemas, leche, vainilla, naranja, anís, etc.
Aún se hacen cafiroletas de coco en la región costera de Nayarit, aunque es poco probable que sobreviva si no se hace popular de nuevo.
4. El pan ranchero de Zacatecas
El agreste norte es franco y directo: no hay espacio para adornos culinarios. En su tradición es común notar una mezcla sencilla de buenos ingredientes y poco desperdicio. De allí que la panadería norteña en general haga panes más bien pesados, de pocos ingredientes pero que poco tienen que ver con el resto de México.
Dentro de los panes salados está el pan ranchero. Sabemos hace mucho de su existencia por la pionera de los viajes culinarios en México: Josefina Velázquez de León. Ella fue fundamental en nuestro entendimiento de la cocina mexicana, al ser la primera persona en compilar, editar y distribuir recetarios de cocina regional mexicana. Viajó mucho por el país, aprendiendo directamente de las amas de casa.
El pan ranchero es una preparación sencilla: tiene una masa de harina, manteca, sal, azúcar y agua. Aunque el auténtico y más antiguo usaba el suero de cuajar la leche y una parte de harina de mezquite.
Aún se vende en las carreteras del estado de Zacatecas, hecho en horno de leña y empaquetado en bolsas, como las gorditas de nata.
5. Panes jarochos: el resobado y el pan de Jicaltepec
Veracruz es una villa rica, y eso fue un decreto que Cortés hizo sin querer. No obstante, tenía mucho de cierto porque su diversidad de panes en todo el territorio es impresionante.
Armando Hernández Guzmán, en su obra llamada Rescate de la panadería mexicana, nos describe las diferencias entre los panes huastecos, los del Totonacapan, los de la zona cafetera, los Tuxtlas y el Sotavento. Una gran parte de esas recetas solo se hacen en su región de origen.
El resobado es un pan de manteca, agua, sal, azúcar, malta tostada y agua. Se forma en bolitas que después son encimadas en un molde de pan de caja, dándole un aspecto acolchonado. De hecho, el resobado fue la inspiración de los “colchones” Bimbo.
Se trata de un pan neutro, crujiente y que absorbe muy bien los líquidos. Los nativos de Coatepec lo disfrutan remojándolo en café cargado. Se llama así porque la masa se “resoba”, extendiéndola con un rodillo, y luego se vuelve a juntar, para trabajar mejor el gluten.
Por otra parte, los colonos franceses dejaron huella en la forma de hacer pan en Jicaltepec y San Rafael, dos pueblos del río Bobos –en el norte de Veracruz–, en los que prevalecen técnicas francesas del siglo XIX para la elaboración del pan.
En dichas demarcaciones se usa una masa madre llamada levain pur o fermento puro. Ésta se nutre de harina fresca y agua y se deja “agriar” en el sol. Por eso el pan de dicha región tiene una acidez diferente al resto de los del estado. Su técnica y sabor no se parecen en nada a la masa madre que popularizaron los estadounidenses durante la pandemia.
Fuera de Coatepec y los dos pueblos anteriores, es muy difícil encontrar estas variedades, que podrían gustar mucho en ciudades como la capital.
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6. Los colorados de Tlaxcala y Puebla
Tlaxcala ha sido pródiga y abundante en el oficio panadero, desde la conquista española. De hecho, los primeros nativos en ser autorizados para el oficio de pan fueron los descendientes de los tlaxcaltecas. Se especializaron sobre todo en panes grandes y comunales, llamados panes de fiesta.
El que hoy se consume en Totolac, y que es muy popular en todo el centro de México, es solo uno de muchos. Los investigadores Cristina Barros y Marco Buenrostro nos dejan ver en su obra Panadería de Tlaxcala ayer y hoy un compendio de varias recetas antiguas de panes de fiesta y además, nos muestran todas las cédulas antiguas que daban licencia a los panaderos para poder ejercer.
Dentro de estas recetas, un pan que se popularizaría sobre todo por el ferrocarril es el “colorado”. Se trata de un pan simplón de harina, agua, sal, anís, levadura y manteca, que se moja con agua para ser después recubierto con azúcar de color rojo. Tiene una forma de volcán y en realidad es más un pan salado.
Este pan se vendía en las estaciones del ferrocarril, acompañado de un jarro de café de olla, y su popularidad fue mucha aún en los noventa en la ciudad de Apizaco. Cada vez se le ve menos en las panaderías populares, ya que dio paso a conchas, chocolatines y panes de hojaldre.
7. Las campechanas de pan ensaimado, de Campeche
Antes de la entrada del hojaldré francés (llamado en México feité, del francés feuilletée)., nuestra panadería ya había heredado masas laminadas, intercalando capas de grasa y harina.
De ellas, la masa ensaimada (del catalán ensaimar: encimar) es una técnica compleja: debe hacerse una masa de harina, agua y sal tan fina y extendida que se pueda leer a través de ella. Para lograrla es necesario pincelar manteca de cerdo y almíbar por encima, enrollarla y encimarla, hasta formar un tubo grueso.
Este tubo se extiende después de reposo hasta formar una masa más delgada, que se espolvorea de mucha azúcar y se hornea inmediatamente. La campechana es compleja y difícil de hacer, por eso es que cada vez menos panaderías las elaboran con la técnica correcta.
El maestro Gonzalo Navarrete Muñoz, experto panadero de la península de Yucatán, cuenta que el origen de ese hojaldre es conventual. Las campechanas, según cuenta, se envolvían en papel de estraza para ser vendidas en caminos y calles.
Este recorrido no es más que un destello, una breve estrella en el universo infinito del pan mexicano, cuya memoria habla de nuestros ancestros, de su lucha por afianzar una cultura y de las historias de nuestras familias.
Héctor Gil es el chef investigador de Candelilla, Anti-restaurante. Una experiencia gastronómica sensorial sobre México y sus sabores. Una audio-novela que cambia cada 3 meses y en donde se cocina con técnicas antiguas y se rescatan sabores de otros tiempos.
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