Un generoso plato fuerte a seleccionar de entre 10 opciones: sopa o pasta del día, agua de frutas de temporada y tortillas de maíz morado a mano con servicio ilimitado, postre y salsas en mesa. Todo por 35 pesos, en el mercado central de Xalapa, Veracruz. Un pan francés de horno de leña relleno de lechón –cocinado bajo estrictos cánones yucatecos–, xnipec y chile en polvo, por 30 pesos, en el mercado de Santa Ana, en Mérida, Yucatán. Un tamal de frijol criollo con hoja de aguacate envuelto en hoja de papatla, por 5 pesos, en Zacatlán de las Manzanas, Puebla. Una empanada de sesos de cerdo en adobo de guajillo y hoja santa, durante el día de plaza de Zaachila, Oaxaca, por 12 pesos.
La lista sigue hasta cansar y revela tres grandes verdades de la cocina mexicana tradicional (sí: esa exaltada en documentales, patrimonializada, y ahora de moda entre las nuevas generaciones). Primero, que la diversidad culinaria de este país es más grande de lo que imaginamos; evoluciona todos los días, se adapta a las condiciones ecológicas contemporáneas y aún expresa puntualmente notorias diferencias regionales.
Segundo: es tan mal pagada, que resulta violento y doloroso. Sin deseos academicistas, para explicar este fenómeno se requieren muchas horas para apenas reconocer la complejísima madeja de contradicciones que implican México y su historia.
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Después de muchas lágrimas, literales y metafóricas, por la evidente circunstancia económica de la cocina mexicana tradicional, viene la mayor de las revelaciones: es un problema de raíz, más de fondo que de forma; un nudo gordiano que se resiste a encontrar su propia respuesta y en el que unos viven atrapados o mortalmente sofocados, pero en donde definitivamente nadie se encuentra a salvo.
Un país de gran diversidad
Somos un país de extrema riqueza geográfica, cultural, e histórica, manifestada en las diferentes cocinas del territorio con ofensivos niveles de injusticia e inequidad social para quienes las ejecutan. Hoy somos actores y testigos de la época con mayor difusión de los valores culinarios nacionales y es cuando el maíz morado orgánico se paga a 3 pesos el kilo en poblados de la sierra Tarahumara de Chihuahua; cinco de cada 10 chiles en los mercados mexicanos son extranjeros; las semillas originales de decenas de calabazas, frijoles y tomates están casi extintas; en Polanco, de la CDMX, un taco de aguacate se paga en 50 pesos o un plato de hongos de temporada en más de 400, mientras que en Michoacán y Estado de México (origen del aguacate y hongos, respectivamente) los productores o recolectores pasan penurias económicas.
Nadie es directamente culpable, pero todos somos responsables por contribuir, desde la desinformación, la inconsciente formación académica, la deficiente investigación de campo, y la prepotencia de la pose pública por encima de las auténticas intenciones filosóficas. Muchos nos hemos desviado del camino y dejamos de observar a la gastronomía como un motor de transformación social. Pero también, sin fatalismos ni esperanzas vanas, hoy más que nunca debemos hacer a un lado la muy trillada discusión sobre la grandeza culinaria nacional, y abrir el debate sobre nuestro papel en la amplia cadena de valor sin miedo a aceptar que frecuentemente seremos inútiles ante el mar de problemas llamado México.
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Es urgente saber cuánto cuesta realmente la cocina mexicana para evitar mayores fugas y extinciones de capital, productos y técnicas. Es necesario saber más para ignorar menos y, con ello, guardar esperanza en mover un poco la muy oxidada –pero funcional– forma de hacer, comercializar y comprender la cocina mexicana.
Lalo Plascencia es cocinero e investigador gastronómico, fundador de CIGMexico. Promotor de los Chiles Secos como Sexto Sabor. Miembro de la Académie Culinaire de France. Formador de 2 mil profesionales, con 120 conferencias en 10 años de carrera.