Sabores que tocan al alma, infinitamente seductores, como un susurro al oído, como una provocación al paladar, un abrazo de diseño y deseo… así es Nobu. En esta joya culinaria japonesa dejé que el arte de la buena mesa me envolviera como una ola cálida y persistente.
Por Melanie Beard

La visión de Nobu Matsuhisa
La luz entraba oblicua, como si supiera que debía acariciar más que iluminar. El ambiente —sereno, elegante, apenas perfumado de jengibre y madera— parecía diseñado para desdibujar el tiempo. Todo allí es una invitación sutil a rendirse: al placer, al sabor, a lo exquisito. Al sentarme, supe que la experiencia sería mucho más que un festín. Sería una revelación pausada.
Detrás de cada creación, como un hilo invisible que lo entrelaza todo, está la visión de Nobu Matsuhisa —alma inquieta y alquimista de los sabores. Su cocina, fusión elegante de tradición japonesa y espíritu latino, no busca impresionar: seduce. Nobu cocina emociones; cada ingrediente tiene un propósito, cada contraste una historia.

Sabores que tocan al alma
Comencé por una entrada que aún recuerdo como se recuerda un primer beso: con nitidez y asombro. Los tacos de lechuga con bacalao negro se presentaron como pequeñas esculturas de deseo. El verde vibrante de la hoja abrazando al bacalao glaseado, oscuro, brillante, con esa textura que no se mastica, se deja ir. Fue un juego entre lo fresco y lo profundo, entre lo crujiente y lo etéreo. Cada mordida se deshacía sin resistencia, como una confesión a media voz.
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Luego llegaron los camarones roca, envueltos en una capa dorada que crujía con promesas. La salsa —audaz, seductora— oscilaba entre el dulzor y una picardía apenas picante, como una mirada que se sostiene más de lo necesario. Morderlos era abrir la puerta a una fiesta de texturas: por fuera, una caricia crujiente; por dentro, una suavidad que se entrega.

Escenario de experiencias únicas
Después apareció el platillo que aún me sigue como una canción: los dumplings de Wagyu y foie gras con teriyaki de higo. Eran pequeños misterios tibios, cada uno con el corazón latiendo de intensidad. El foie gras, casi líquido, se mezclaba con la carne de wagyu en una unión oscura y exquisita. La salsa de higos envolvía todo con un dulzor profundo, como una caricia de terciopelo.
El tiempo se volvió difuso entre las copas que tintineaban suaves, las risas sinceras y el vaivén pausado de los meseros que parecían bailar. No hacía falta más. Pero aún quedaba el suspiro final: los plátanos macho con nueces caramelizadas. Un postre que seduce. El plátano, suave y cálido, se dejaba abrazar por texturas que contrastaban y se reconciliaban en cada cucharada. Era como un poema que no quiere terminar, una danza lenta entre lo nostálgico y lo sublime.

Nobu se queda en la piel, en la memoria. Una oda al buen comer y al arte culinario japonés, este es el escenario de experiencia gastronómicas que tocan el alma.
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