Hace más de 20 años, Fernando Martínez Zavala era un joven aprendiz de cocinero a quien le daba pena confesarle a la gente a qué se dedicaba. “Cuando veía a alguien después del trabajo siempre me escondía la filipina debajo de la ropa. Yo sólo decía que era mesero. Cocinar, en ese entonces, no era un orgullo para mí”, asegura él.
Hoy Zavala es uno de los chefs que más expectativa generan en la CDMX; no sólo por su conocida madurez en el oficio, ni por su destacada participación en la primera edición de Top Chef México, en 2016, sino por la apertura de su más reciente proyecto en la colonia Roma: Migrante.
Este restaurante, según cuenta, ha sido un gran desafío para él y todo su equipo; no sólo en un aspecto técnico –por todo lo que implica aterrizar un concepto que abreva de muchas corrientes gastronómicas y tiene una complejidad considerable de ejecución– sino también en un plano personal. Nacer en plena pandemia nunca será fácil para nadie, pero en este caso la aventura trajo aparejada también una sacudida introspectiva que dio paso a un lugar con un ADN particular.
Migrante aún no abre de forma oficial sus puertas, pero ya todos lo esperan. Detrás de este éxito premeditado existe un engranaje preciso ensayado en la experiencia, pero que deviene igualmente de procesos internos de deconstrucción y dolor. La magia fue ocurriendo gradualmente.
Cerca del despegue
Un café en mano y un mandil bien ceñido al cuerpo. El chef Zavala se sienta a la mesa, en la estancia principal de Migrante. Detrás de él, una estructura metálica que sirve de escalera sostiene en el aire a varias personas que afinan detalles del techo: lo mismo cuelgan aves metálicas que penden de hilos, que revisan las lámparas y se aseguran de que finalmente todo cobre forma.
En la cocina el movimiento es constante. El nuevo personal que la operará recibe capacitaciones: hay ruido, demostraciones de montajes de platillos, atención absoluta de todos.
Migrante es la expresión de muchas enseñanzas que me ha dado la vida, asegura el chef. “Normalmente yo soy muy desordenado pero la cocina, como elemento de cohesión, me dio estructura mental. Todo el rigor que no aprendí de mis padres lo conocí en ella.”
Su historia en el mundo gastronómico comenzó más por necesidad, que por convicción. Luego de convertirse en papá a los 19 años, se dio cuenta que tenía que trabajar duro para solventar mil y un gastos.
Pero había un gran problema: a Zavala las reglas le producen escozor desde siempre y cualquier trabajo iba a ser un campo minado lleno de mandamientos. La cocina, a la que llegó casi por azar y sin haber ido antes a un instituto culinario, nunca le sería algo gustoso sino hasta cinco años después de trabajar en una, y de al menos tres intentos de dejarla por siempre.
“Yo empecé como garrotero en un restaurante y era muy infeliz. A mí me gustaban el teatro y el rock, no que me dieran órdenes y me hicieran cumplir horarios. Era muy indisciplinado y todo me resultaba tortuoso. Incluso cuando iba escalando de posiciones, me corrieron de lugares; primero perdí la fe y luego volví a las andadas porque tenía la necesidad de seguir ganando dinero”, recuerda.
Hasta que cierto día, de la nada, una revelación le llegó mientras estaba acostado en su cama. De pronto se dio cuenta que, siempre sí, la cocina le gustaba y tenía la intención de no sólo seguir en ella, sino de ser el mejor.
Así pasaron casi dos décadas.
Los dos Fernandos
Cocina española, francesa, italiana, japonesa y completamente mexicana. El espectro de su aprendizaje se movió por todas partes antes de llegar a puerto seguro. De acuerdo con el chef, durante esos años el desorden aparente de su vida se convirtió en un dogma renovado y sistematizado que lo mantendría a flote después. Aprendió, en sus palabras, a remover el cascajo del camino para encontrar grandes tesoros.
“Podrán decirme que soy neurótico, enojón, perfeccionista. Y no se equivocan. Pero todo lo que hay en mí es genuino resultado de un cambio de vida gracias a este oficio”, cuenta.
En Zavala existe una dicotomía que no precisamente implica contradicción. Es el tipo de persona a la que con frecuencia se le olvidan las fechas de pago de la luz o el teléfono, incluso los cumpleaños de sus hijas; pero cuando se trata de su trinchera llamada cocina, el orden y la memoria son columnas vertebrales.
Antes, recuerda también, era alguien que vivía con miedo. Luego convirtió ese sentimiento en adrenalina y hoy no imagina su día a día sin la dosis de estrés e incertidumbre que implica el servicio impecable de un restaurante.
“En el control y el perfeccionismo hay mucho dolor. Por eso mismo tener una cocina abierta en Migrante, donde todos pueden asomarse a mirar, fue un reto doble. La nuestra, sin duda, es una propuesta que se sale de cualquier zona de confort. En general sigo aborreciendo las imposiciones, pero en mi cocina las reglas son claras”, afirma, mientras bebe un sorbo de café y observa cómo todo el caos que discurre a su alrededor hace sentido .
Te podría interesar: Cómo sobreviven los productores de pescados y mariscos en la pandemia.
Cuando todo conecta
Migrante es el resultado de años de sacrificar, caerse y volver a soñar. Su carta, como lo dice su nombre, es de aquí y allá. Uno de los objetivos más importantes del proyecto es conectar, en el sentido más profundo del término, por lo que en sus recetas nada es puro y hay guiños, técnicas e ingredientes de distintas partes de México y el mundo.
“Este restaurante es un acto de necesidad, que nos permitirá hacer la cocina que queremos. Un día encontrarás cosas que te recuerden a Tokio, o la Sierra Norte de Oaxaca, o a un cazo humeante de carnitas en Michoacán; al otro, verás en tu plato brotes, delicadeza, elementos que te van a transportar a muchas partes a la vez”, asegura el chef.
Luego de un año entero de restaurar la enorme bodega de arte en donde ahora vive el restaurante, la fecha de su estreno oficial se proyecta para mediados o finales de diciembre del 2020. Su menús de cocina y barra siguen afinándose, pero están listos para empezar a emigrar en tanto lo permita el ritmo del sitio.
“Me doy cuenta que, al final, sí estamos logrando materializar las interconexiones que sólo se logran a través de la cocina. En el camino todos hemos evolucionado y por algo estamos aquí. Crecimos. Yo, por ejemplo, nunca más volvería a esconder de nadie mi filipina”, dice Fernando Martínez Zavala, con una sonrisa de oreja a oreja.