Las calaveritas de azúcar son una tradición antigua que todavía celebramos y degustamos.
En México desmoronamos a la muerte con dulzura y nostalgia. La comemos a mordidas pequeñas, mientras la sostenemos en las manos como un trofeo que nos sonríe. Ella, tan colorida se viste de esta para nosotros, nos seduce con sus ojos fijos llenos de brillo y determinación. Hablamos de las calaveritas, una artesanía derivada de la caña de azúcar que llegó del Medio Oriente a través de los españoles en la época de la Conquista, una receta que con el tiempo se fusionó con la cosmovisión indígena y los tzoales, ofrendas para adorar a Huehuetéotl a base de amaranto.
Texto Raquel del Castillo Fotos Román Gómez @playadura y Liz Sánchez Lara
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Las figurillas de azúcar se presentan durante los tiempos de Xantolo (esta de Todos los Santos en náhuatl) vistiendo los altares en compañía del pan de muerto, sobre el papel picado, los moles de esta y las bebidas favoritas de nuestros seres queridos que ya partieron. Son días que huelen a campo, hay un aire místico que abre la puerta “del más allá” para que las ánimas nos visiten, entre los aromas del copal, el cempasúchil y las veladoras se hacen presentes en un vaivén de claroscuros.
Las calaveritas en estos días pueden estar en altares, dulcerías y hasta en nuestro escritorio. No es de sorprenderse si alguien nos obsequia una con nuestro nombre en la frente.
Para Arturo Sánchez, artesano del dulce, trabajar con la flaca es cosa de todos los días, es un oficio que aprendió desde antes de nacer, pues al menos en su familia tienen un siglo de tradición, que no se sabe si comenzó con su abuelo.
La fascinación desde el más allá
Empezó con tareas sencillas en el taller, dibujando ojos, lágrimas y pegando lentejuelas en los cuencos, hasta que se le “soltó la mano” y pudo nombrar con azúcar glas la frente de las parcas. Dos meses antes de las festividades del uno y dos de noviembre en la cocina de la familia Sánchez hay magia. Todo comienza con un cazo de cobre con agua, azúcar y un poco de limón a fuego alto. De vez en cuando hay que cepillar con acate las paredes del cuenco para evitar que el dulce se caramelice.
Arturo no tiene hijos que sigan el oficio, sólo algunos sobrinos que continúan la tradición. Aunque es celoso con su trabajo y no hay recetas compartidas públicamente, permite que otros dulceros colaboren con él. Cuando lo visitamos, Antonio Rivas, un joven que no pasa de los treinta años de edad, ya le está enseñando a su hijo Bruno a decorar y vaciar el azúcar caliente en los moldes de barro de Metepec.
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“Más que trabajo, son reuniones familiares, platicamos de cómo nos fue en el día”, contó Antonio, mientras metía su mano en un traste de agua fría al calor con el azúcar burbujeante, la cual tomó con el fin de sumergirla inmediatamente al agua fría. “Ya está lista para vaciarse”, dijo, a la vez que moldeaba una pelotita transparente con la textura de silicón. Sus manos son el mejor termómetro, así como la vista para saber en qué momento el caramelo suave se debe retirar de la hornilla: “Hay quien de sólo escuchar la burbuja, sabe que ya está”, añadió José Antonio.
Lo que sigue en el desarrollo, es tallar el azúcar con pala de madera contra las paredes del cazo, con la fricción se torna blanca, un proceso al que también llaman panis. Aún caliente y con borbotones, se rellenan los moldes previamente humedecidos uno a uno hasta el tope, y luego los otros moldes hasta dejar una capa gruesa en sus interiores. Se voltean y ponen en una rendija para que se enfríen y luego se desmoldan con cuidado para que se continúen secando mientras se elabora el betún con azúcar glas, clara de huevo, gotas de limón y colorantes vegetales.
El taller despide un olor a galletas recién horneadas, las calaveritas ya están opacas, se sienten como si fueran de parafina. Están todas en fila esperando a ser decoradas, cada una es irrepetible, depende del ingenio de los artesanos y lo que quieran recrear en ellas. Además de venderlas en la Feria del Alfeñique, mandar pedidos especiales a otros estados -y países-, Arturo y Antonio crean piezas especiales para el concurso, un espacio que aprovechan para diseñar una calaverita temática y con propuesta artística.
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“Mi receta está en la cabeza, cada familia conserva un proceso y moldes únicos, son herencia”, comentó Arturo, quien cortaba un dulce de yema, otro de los que se elaboran ahí en el taller, además de limones, dulces de leche y frutas cristalizadas que hacen en casa.
“Nos mofamos de la muerte, es un paso que todos vamos a dar. Hay un dolor grande de partir, pero no da miedo, yo no lo siento, al contrario, algún día llegará, es una de las grandes verdades, por eso mientras pasa, trabajo al lado de mis calacas, ahora sí, hasta que la muerte nos separe”, dijo Arturo mientras acomodaba en fila a sus calaveritas multicolores listas para el Xantolo.