Por: Historias de Comal
Caí de casualidad; en realidad iba a conocer el jardín botánico de lirios y flores de loto que hay cerquita, dentro del Parque de la Reina Sirikit. Eran las ocho de la mañana cuando llegué, después de casi una hora de ver flores acuáticas y gente meditando o corriendo. Mi necesidad de cafeína aumentó y me llevó a este mercado que sólo abre los fines de semana.
Entre locales de arte, encontré mi tierra prometida: un stand de café ensamblado con madera reciclada que ofrecía métodos de la tercera generación. ¿Estaría bueno? Sospechaba que tal vez no, pero me abrí a todas las posibilidades (como con todo en mi viaje por Tailandia) y caí en cuenta de que sí, era una buena taza que disfruté al menos por 30 minutos. Probé los granos: eran de Chang Mai, región al noreste de este país budista conocida por sus reservas de elefantes.
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El recinto me pareció una mezcla interesante porque, al caminarlo, por momentos, me recordó al Bazar Lomas Verdes, por sus locales hipsters de arte y ropa; otras partes me remitieron a la central de abastos oaxaqueña no sólo por el caos de los pasillos, sino también por el aroma dulce pero indescifrable para mi mente occidental, además de algunas cosas que, pensé, sólo podría haber en México, como el puesto de carnitas, el carrito de frutas con chile y los locales de comida con ollas enormes de frituras.
Fui hábil para pedir una nieve de coco porque la señalé con el dedo mientras dejaba 20 bahts sobre el carrito y otros 60, como indicaba el letrero, para tomar una brocheta de calamar asado y otra de camarones azules.
Fascinación prolongada
El lugar es tan grande que recorrerlo a conciencia toma unas tres horas, lo cual no importa porque resulta fascinante mirar los textiles bordados, algunos traídos de China y otros regionales de seda. La cerámica japonesa también es impactante, tanto que se antoja hacerse de una vajilla. El resto son baratijas, convenientes para cargarse en la maleta con el fin de obsequiarlas.
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Para irse al cielo
También fue la oportunidad de probar frutas que sólo había visto en anime o en algún programa de viajes. Por ejemplo, el durián, con la apariencia de una guanábana de piel picuda y sabor fuerte. Por ahí leí que “era una cacofonía de sabores” por dar algunas notas de ajo, caramelo y crema. Tal vez no se equivocaron, el sabor es bien peculiar, al igual que el aroma.
El mangostán es otra fruta carnosa que después del primer bocado se queda en la memoria. Al partirla a la mitad, su carne se dispone en gajos con la textura de un lichi; es tan dulce y aguañosa que te quieres comer un kilo de un jalón sentado en la banqueta.
Como en los tianguis de México
Aquí también se vale regatear, es un deporte que no está mal visto. Los vendedores te dicen el precio de las cosas en la calculadora y te la pasan. Hay dos opciones: o aceptas el precio o tratas de negociar borrando esa cantidad y poniendo una menor. Así se dan las cosas en un vaivén tras el cual la calculadora refleja un precio imparcial.
Al principio yo sólo iba por curiosa y por mi café, con la idea de no llevar nada conmigo, pero es tanta la tentación, el ruido que se contagia, los colores y los aromas que van cambiando gradualmente como si fueran estados de ánimo —camarón rebozado, gardenias frescas, inciensos, coco fresco— que acabas por regresar a aquellos puestos por algunos recuerditos más: llaveros de tela con forma de elefante, cucharas de madera de coco y un kilo de fruta para ir comiendo en el camino mientras la avalancha de sensaciones queda atrás.