Entre aguas que no se atreven a ser azules de un solo tono, y cielos que parecen dibujados con pinceladas de calma, se encuentra un lugar donde se ha perfeccionado el arte de no tener prisa: Bora Bora. El aire aquí tiene otra densidad. Se respira diferente. Se posa en el cuerpo como si supiera que uno viene cansado de mundo, y le da permiso para dejar ir todo.
Por Melanie Beard

La nueva joya de Bora Bora
La nueva joya y la mas reciente apertura hotelera de la isla es el The Westin Bora Bora Resort and Spa. Dos enormes pilotes en el agua, enarcando la montaña Otemaru de la isla principal, y su muelle son la primera caricia al llegar. No hay ruido aquí, solo melodías lentas: el murmullo del mar, el roce del viento en las hojas, el eco lejano de una risa. Todo invita al silencio y a la introspección.
Mi habitación flotaba —literalmente— sobre una laguna quieta, donde cada amanecer parecía una pintura recién terminada. El techo de palma y las líneas suaves del bungalow guardaban el equilibrio exacto entre elegancia y tierra. Era como dormir en el nido de una estrella marina. En las mañanas, la luz entraba sin pedir permiso, pero con dulzura. Y en las noches, la luna venía a sentarse junto a mí, reflejándose en el agua como si también quisiera descansar.

El sabor de las islas
La gastronomía fue otro de los lenguajes secretos que se hablan en este rincón del mundo. Cada plato parecía preparado para ser contemplado. El pescado, siempre fresco, llevaba consigo el sabor profundo del mar al que pertenece, acompañado de toques exóticos —vainilla, coco, lima tahitiana— que despertaban el paladar con la suavidad de una canción antigua. Las cenas junto a la playa se vivían como rituales, donde el fuego, la sal y el vino tejían puentes invisibles entre la tierra y el alma. Había belleza también en el ritmo: ese tiempo pausado entre bocados, ese arte de conversar con lo que se saborea.

Navegando la laguna
Navegar en una lancha privada por las aguas turquesas de Bora Bora fue una experiencia que rozó lo onírico. Desde el primer instante, el mar parecía una pintura viva, translúcido y vibrante, mientras surcábamos suavemente hacia distintos puntos de snorkel. En uno de ellos, me lancé al agua y, con el corazón palpitando entre la emoción y el asombro, nadé junto a tiburones de punta negra que se deslizaban con elegancia a mi alrededor. Cerca del fondo arenoso, enormes mantarrayas danzaban en silencio, como fantasmas marinos, desplegando sus alas con una gracia hipnótica. Estar tan cerca de estas criaturas fue una mezcla de respeto, admiración y un pequeño susurro de adrenalina.
Después del nado, la lancha nos llevó a una isla privada, donde el tiempo parecía haberse detenido. La playa desierta nos recibió con palmeras inclinadas por el viento y el aroma de coco y mar. Allí, en un ambiente íntimo y rodeado de belleza pura, compartimos un almuerzo tradicional polinesio: pescado fresco cocinado al estilo local, frutas tropicales y salsas creadas con leche de coco. Fue un momento de conexión profunda con la simplicidad y la magia de lo natural.
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Donde el tiempo se detiene
No se puede hablar del The Westin sin hablar del tiempo. Porque allí no avanza: se expande. Se estira con cada paso descalzo en la arena blanca, se derrite con cada masaje bajo el susurro del oleaje, se suspende en una copa que refleja el atardecer como si fuera un templo. No hay prisa, porque todo llega cuando debe. Un gesto, una toalla fresca, una fruta cortada, una sonrisa sin guion. Todo está hecho para que uno recuerde lo esencial: respirar, mirar, agradecer.
En el corazón del Pacífico, donde el horizonte se disuelve en tonos de jade y zafiro, la Polinesia Francesa canta con voz de isla y espuma. Sus tierras, besadas por soles eternos y mecidas por vientos que huelen a flor de tiare, guardan secretos antiguos entre volcanes dormidos y lagunas de cristal. En Bora Bora, el tiempo no corre: flota, como una canoa sobre aguas tranquilas, dejando que el alma se olvide del mundo y se funda con la belleza serena de lo eterno.

Para mas información: The Westin Bora Bora