Extravagantes, excéntricos, raros y carísimos, son algunos de los adjetivos que se usan para definir a estos platillos, muchos de ellos parte esencial de una cultura, otros, simples caprichos de la modernidad.
Hikari, un amigo japonés, estaba pasando sus vacaciones en México, quería conocer todo y descubrir los rincones más agrestes de la gran urbe; sin explicarle las varias razones de por qué su deseo era imposible, traté de complacerlo y comencé por presentarle la parte “ruda” del Centro Histórico.
Durante la caminata por las calles que rodean el primer cuadro capitalino, pasamos frente a un modesto local de tacos. ¡Sus ojos se abrieron cuando vio la cabeza de cerdo, anunciando las carnitas estilo Michoacán!
No comentó nada, pero su mirada suscitó un cuestionamiento casi filosófico. ¿Por qué comemos lo que comemos? Por qué mientras el pez globo es una rareza en nuestra nación, a él le parece un manjar, y el cerdo presentado así es casi un horror en su país.
No quiero imaginar cual sería su reacción si supiera que nos comemos la plaga del maíz, el huitlacoche, o pequeños animalitos que tenemos que aprisionar en la tortilla para que no salgan corriendo: los jumiles.
A continuación te presentamos algunas de esas rarezas, de esas piezas “culinarias” que nos hacen preguntar: ¿Por qué comemos lo que comemos? Y, sobre todo, qué hay más allá.
Fineza Gala
Además de la champaña, los vinos y los quesos, la papa bonnotte es una cara delicia, son pequeñas papas de piel delgada y delicada; su carne es amarilla. Se cultivan junto al mar, en la isla de Noirmoutier, en la costa francesa. Sólo producen unas cien toneladas al año y se recogen a mano, debido a su suavidad. Pero el gusto “culposo” de los franceses es consumir carne de caballo, pues es considerada baja en grasa y mucho más sana que la de cerdo o res. Alimento común en Europa desde el siglo XVII, pero muy lejano a nuestra educación latina.
Sorpresa epicúrea
La frase “con broche de oro” se vuelve literal con estos postres, encargados de poner fin a una comida de fábula. En 2007, el restaurante Serendipity creó el platillo dulce más caro del mundo: el Golden Opulence Sundae, un helado de vainilla de Madagascar, chocolate y hojas de oro comestible de 23 quilates. El precio rebasó los 50 mil dólares. Pero el chef Marc Guibert no quiso quedarse atrás e ideó un budín en forma de huevo de Fabergé, champaña y caviar, coronado por un diamante. Su costo es de más de 250 mil dólares. Platillos para unos cuantos que, más que sibaritas, son poderosos, ostentosos y quieren dejar claro que son los que pueden comerse al mundo.
Te invitamos a conocer más alimentos y platillos fuera de lugar que pueden parecerte extravagantes, pero para otros, son completamente comunes. Esto en nuestra edición impresa que ya está a la venta.