Suenan cumbias y huele a pápalo y pan recién hecho. El Mercado de la Acocota, en Puebla, vibra en un viernes cualquiera desde las ocho de la mañana, y parece una romería a todas horas. Aunque acá se encuentran insumos para cocinar, como en cualquier otro sitio de esta naturaleza en México, a lo que se viene es a comer. Y uno se entera desde que entra: una de las mayores atracciones son las cemitas.
Por: Ollin Velasco
El sitio, como tal, fue fundado en 1957, pero ya desde 1852 se inscribían en la Guía de Forasteros al menos nueve cemiteros, instalados en la zona que luego ocuparía el mercado. La tradición de esta, que es considerada una de las comidas de calle más importantes en la cultura poblana, es larga.
Ahora hay varios puestos donde las venden. Uno de los más importantes se llama Beto. Ahí la reina es la de milanesa, con mucho quesillo de Oaxaca y abundante pápalo. Lo que les da un toque único —y por lo que muchos clientes llevan años de consumir la reglamentaria ahí mismo, y llevándose varias a casa— es la costra de la cemita: es súper crujiente y envuelve a un interior que, a diferencia de muchos panes similares, no es imposible de morder de lado a lado.
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Las rajas picosas y los chipotles dulzones son toda una experiencia. En realidad parecen tantos sabores distintos entre dos tapas de pan, que resultan difíciles de imaginar de forma antojable. Pero cuando se les prueba todas las preconcepciones desaparecen y en su lugar emerge una vorágine de la que no se puede salir hasta pasada la media cemita.
En suma: ir a la Acocota y no darse una vuelta por estos templos de la abundancia, es bastante imperdonable. No obstante, el sitio aguarda otra reserva gastronómica solo apta para estómagos de más capacidad y tolerancia a las especias.
La cartelera de un comedor poblano
De paseo por los corredores del lugar, destacan casi en cada esquina los locales que exhiben guisos en barras amplias, frente a las que hay sentados varios comensales. Al lado, siempre mesas largas con sillas en donde hay aún más. Son los comedores que sirven guisos tradicionales, que consienten a los locales, y sorprenden y deleitan a los visitantes de fuera.
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Por lo general todos tienen cartulinas con los nombres de los platos preparados ese día; pero cualquiera se informa mejor de ellos por el grito de los vendedores, que se los saben de memoria y los anuncian mejor que nadie:
“Hay mole de panza y de pata de carnero; mole verde de barbacoa, y de res; pozole de puerco y pollo y sopa de médula. ¿Qué se le antoja? ¡Pásele!”, grita un hombre desde el comedor La Tlaxcalteca.
Una vez en la mesa, llegan de inmediato las salsas roja y verde —realmente picosas y bien ahumadas, por los chiles tatemados—, acompañadas de platos arroz rojo al centro. Acá todo se comparte.
El hombre reza el menú adicional que no alcanzó a gritar: pancita, mixiotes de carnero y ayocotes (una especie de frijoles inicialmente morados o rojos, que se tornan cafés conforme maduran y tienen un sabor muy peculiar: más fuerte y herbal).
Para tomar hay aguas frescas y refrescos y, para terminar, uno siempre puede ir a puestos cercanos a comprar camotes en dulce y comérselos como postre.
La rutina en estas coordenadas no existe porque siempre hay algo nuevo: no solo en La Tlaxcalteca, sino en cualquiera de los numerosos puestos que preservan lo más delicioso de la cultura gastronómica del estado y que comparten con cualquiera secretos de cocina que han pasado de generación en generación.
En serio: Puebla es mucho más que sus chiles en nogada y el rompope de claustro. El mercado de La Acocota es una nutrida muestra de ello.