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Películas para comerse, Comida para contarse

Películas para comerse, Comida para contarse

Por: Gourmet de México 26 Mar 2018

Hay cintas que han logrado captar de forma poética la comensalidad y el lado multifacético de los alimentos en contextos distintos, que te hacen ser un voyerista emocionado, sorprendido y, sí, hambriento.

Cine y comida, el maridaje emocional perfecto. ¿Cómo olvidar la secuencia en la cual Charles Chaplin se come un zapato y hasta lo disfruta? Tan magnética y significativa puede ser la escena de un filme como el aroma de un tazón con la sopa de tu madre cuando se acerca a tu mesa. Hay películas que retratan de manera excelsa al complejo acto de comer, con todas sus caras: la seductora, la emotiva, la ritual, la cómica, la sórdida, la grotesca, la realista y tantas otras más.

Por Mariana Castillo Hernández @madame_bijoux

“El cine —como la gran literatura— debe tener a la vida como fundamento. Al leer a Conrad o a Hemingway puedes notar cuanta vida real hay en esos libros. Mucho de lo que se ve en mis películas no es inventado, es la vida misma, mi vida. Si tienes una imagen en la cabeza, atesórala porque —por remoto que parezca— en algún momento podrás usarla en una película. Yo siempre he procurado transformar mis experiencias y fantasías en cine”, le dijo Werner Herzog al escritor y cineasta Paul Cronin quien publicó Werner Herzog: A Guide for the Perplexed.

Recordaré algunas películas en las que la comida es el leitmotiv, al menos, algunas significativas o que no han sido muy mencionadas en análisis similares. Como agua para chocolate (1992, México), la magnífica adaptación de Alfonso Arau sobre el libro de Laura Esquivel, es de las favoritas para hablar del tema pero hay otras que tienen otros ángulos atractivos porque reflejan justo esa vida real, aún en la ficción. Lo mágico del cine radica en que es poesía en movimiento: tiene la capacidad de hacernos viajar en el tiempo, de registrar una época y de permitir que nos adentremos en la vida de otros.

Pantagruélico suicidio

La gran comilona (La grande bouffe, 1973, Italia), dirigida por Marco Ferreri, es de esos filmes que no se olvidan: Un grupo de amigos deciden suicidarse de una forma muy peculiar: comiendo hasta la muerte. Lo han planeado y aceptan su destino. Se aíslan para recrear algo románico.

Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret son los actores que dan vida a esa surrealista empresa que se torna erótica, escatológica, depresiva y maniaca. Andrea, una maestra de escuela que parece inocente y casta se convierte en la carne más deseada por esos hombres a punto de morir.

Ni las prostitutas que los protagonistas llevan para entretenerse mientras ingieren cantidades industriales de comida —eso sí, cuidadosamente preparada por un chef en el grupo— soportan ese arranque extremo de gula. La comida es un vehículo de escape de la burguesía excéntrica y aburrida del siglo XX, es la depravación y el último placer. Patos, lechones, faisanes, pasteles, galletas, pastas y panes circulan una y otra vez con un ritmo hipnótico.

Esa danza de viandas que se verían muy apetitosas en otro contexto dejan de antojarse, pues hasta como espectador estás repleto de verlos engullir bocado tras bocado. No es apta para quien no soporte pedos, lluvias de mierda, senos y orgías en pantalla.

Comensalidad, divino tesoro

El festín de Babette (Babettes gæstebud, 1987, Dinamarca) fue escrita y dirigida por Gabriel Axel y se basa en un relato de la escritora Isak Dinesen. Babette, el personaje principal, llega a vivir a un pueblo de la costa danesa, huyendo de la guerra Franco-Prusiana, en 1871.

Esa mujer pasa años trabajando en una sociedad rígida, religiosa, y algo desabrida que rechaza lo mundano, hasta que por azares del destino logra comunicar a través de sus delicias un mensaje de gratitud y comunión. “Se dio”, en un sentido simbólico, en forma de comida a los demás. Babette era la ajena, la extranjera, así que su cocina no era la norma local, pues las bondades y refinamiento de la cocina francesa no eran mínimamente valoradas.

Ese momento recuerda la interesante tesis del antropólogo Sidney W. Mintz en Sabor a comida y sabor a libertad: En muchos niveles elaborar la comida era libertario y la cocina puede ser un campo de resistencia cultural o un acto de emancipación de los comensales. Se intenta conservar la cultura propia frente a los demás. Comer es un acto creativo.

Ella ofreció una forma diferente de conocer el mundo a través de los sabores, las texturas, los aromas y el deleite. Involucró a los pobladores en la preparación y en la mesa. Babette ganó la lotería, como una especie de justicia para sus pasadas penas, y decidió usar todo su premio para compartir. Cocinó con gratitud para extender unos instantes más la vida de todos en un mismo espacio.

Los food trucks a la pantalla grande

Chef (2014, Estados Unidos) de Jon Favreau retrata este fenómeno de nuestros tiempos y los cambios en los espacios de consumo. El protagonista es un afamado cocinero que decide comenzar su negocio rodante después de una mala racha profesional con la ayuda de su mejor amigo y su hijo. Robert Downey Junior, John Leguizamo, Scarlett Johansson, Dustin Hoffman, Sofía Vergara y Bobby Cannavale encarnan personajes que se acercan mucho a la realidad del entorno de algunos profesionales de este ramo.

Además, se muestra un fenómeno que está claramente ligado a ellos: las redes sociales y las plataformas digitales. Ambas les sirven a los foodtruckeros para comunicar su ubicación, el menú del día, así como algunas dinámicas y promociones a sus comensales.

Tanto estos nuevos medios como los food trucks son una muestra de las adaptaciones y los cambios culturales que la sociedad vive con el paso del tiempo. Facebook, Twitter, Instagram y otras no sólo son herramientas que hacen la información más accesible sino que ayudan a hacer comunidad, ya sea para compartir o para criticar y destruir sin ética alguna.

También aparecen en escena la figura de los críticos gastronómicos como villanos o líderes de opinión que son parte del statu quo actual, con todo y su despreciable arrogancia, más en una época que la gastronomía vive un boom y tiene un star system.

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Vuelve a la vida, el documental y el pretexto

Hilario Martínez El Perro Largo fue un personaje acapulqueño real. Carlos Hagerman encontró oro molido en esa historia y le hizo honor a este héroe que vivió en el puerto y cazó a un tiburón blanco (algunos animalistas quizá no sigan leyendo este texto) que atemorizaba a los bañistas.

Si bien la anécdota gira alrededor de la captura de ese animal (descrito como un monstruo marino en los periódicos locales de los setenta), de las hazañas de este buzo intrépido, de su vida en familia con la modelo norteamericana Robin Sidney y sus otras dos esposas, lleva implícito desde el nombre la importancia de esa mixtura marina y lo que evoca.

El “vuelve a la vida” levanta muertos como en este documental se despierta los recuerdos familiares de El Perro Largo, pero también de los mexicanos que vacacionábamos en Acapulco. Tanto marisco, tanta acidez y tanto golpe de frescura pueden transportarte a memorias de arena y sol, de cabellos revueltos y de sal en la boca. Lo fundamental son las buenas narraciones y al terminar de verla se antoja beber una cerveza helada (sí, ¡helada!) en la mano.

Ese macho y valeroso moreno regalaba a los suyos un vuelve a la vida en los cumpleaños, con su receta y su toque. Ese hombre que incluso borracho se lanzaba al mar, aguantaba bajo el agua cuatro minutos y medio a pulmón a 60 metros de profundidad para dar una ofrenda alimentaria a quien amaba. Ése es el poder de la comida. No importa si el banquete es a la orilla del mar y se come sin plato, lo esencial son los encuentros y la reciprocidad.

Fotografía de carrollscorner.net

Encuentra éste y más artículos en nuestra edición impresa de mayo, 2016.

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