Conoce Moscú, la vasta capital Rusia que contrario a la creencia, alberga excelentes rincones gastronómicos y tiene una relación especial con la comida.
Decidimos conocer Moscú por muchas razones, como ser la mayor ciudad del país. Fueron cuatro días de locura. Tuvimos la ambición de visitar dos ciudades y su gastronomía; debo decir que iba con un grupo de tragones. Los restaurantes que nos interesaban están ahí y, básicamente, la mayor información que todos habíamos tenido desde niños acerca de Rusia se conectaba, salvo algunas excepciones, con su capital.
Texto e imágenes: Beto Lanz
Meses antes de ir, mis amigos y yo nos dedicamos a investigar. “¿Quién ha ido a Rusia?” “¿Has estado en Moscú?” Publicábamos preguntas y pedíamos recomendaciones en redes sociales o cuestionábamos a cualquier amigo desprevenido. Éramos ocho cuates que jamás habían estado en Moscú… o, pensándolo bien, éramos siete, porque uno de nosotros fue hace como 18 años pero quería volver “porque Rusia ha cambiado mucho en estos últimos tiempos y porque aquella vez tomé mucho vodka”.
Una de las personas que había estado en Moscú y que amablemente accedió a platicar con nosotros acerca de su viaje, fue un amigo chef que nos dijo: “Estuve ahí poco después de que cayó el muro; sólo fui a Moscú y conocí algunos pueblos de los alrededores, pero regresé muy decepcionado de la comida. Había muy poca variedad y francamente las cosas que probé eran bastante malitas o, en el mejor de los casos, regulares”. Esta información nos cayó como un balde de agua fría, ya que nuestra intención principal, aparte de conocer los lugares clásicos, era la de comer. Queríamos probar la comida rusa tradicional y las propuestas de cocina contemporánea que estaban haciendo mucho ruido.
Hablamos con otros cuates y leímos todo lo que nos escribían; francamente, las opiniones no eran muy variadas, casi todos coincidían en que Moscú no era precisamente una ciudad donde los foodies iban a gozar.
Cuando fuimos a recoger la visa a la embajada, unos días después del trámite inicial, me encontré a un señor que también estaba haciendo fila. Estuvimos platicando un rato y resulta que él trabaja en una agencia de viajes especializada en Rusia. Le conté que íbamos un poco “al aventón”. Teníamos el boleto de avión y un hotel reservado, pero nada más. Pensábamos llegar, movernos en metro y permitir que el destino se hiciera cargo.
“No les conviene ir a lo loco. Casi nadie habla inglés y mucho menos español; entrar a los museos puede ser muy tardado si no llevan los boletos comprados con anterioridad y la ciudad es tan grande que pueden perder mucho tiempo en encontrar las direcciones de los lugares que quieren visitar”, me dijo. “¿Qué nos recomiendas?”, le pregunté. “Vengan a la agencia y les hago un plan.” Pensé que me había tratado de desanimar para venderme sus servicios pero decidí aceptar su invitación.
Para no hacer el cuento largo, conocí a su jefa, una rusa muy amable que en perfecto español me ofreció un transporte para mi grupo de ocho. Nos vendió un paquete que incluía chofer, un guía en español y un tour de tres días con visitas a los principales atractivos de la ciudad. Tras nuestro viaje, nos dimos cuenta de que fue lo mejor que pudimos haber hecho.
Nos recogió el guía, en la camioneta, tal como se nos dijo, y después de casi una hora de recorrido llegamos a nuestro hotel en una zona al sur de la ciudad, como a 45 minutos del centro.
En el Museo de la Gran Guerra Patriótica, se narra la historia de la intervención de la URSS en la II Guerra Mundial. Después caminamos por los barrios: lo que más nos llamaba la atención era la limpieza y la amabilidad de la gente. Algunos de nosotros quisimos tomar un cerveza y encontramos el bar Pivbar. Como la prisa nos ganaba, pedimos algunas salchichas para llevar e ir comiendo. En ese momento, alguien nos dijo que en Moscú no está permitido comer en la calle. Entonces caímos en cuenta de por qué no había puestos callejeros.
Moscú es inmenso, mucho más grande (pero poco menos poblado) que la CDMX. Las avenidas son anchísimas y largas como la cuaresma. El tráfico es denso aunque ordenado. Las distancias parecen infinitas pero cada recorrido es agradable puesto que la limpieza es exagerada y la arquitectura varía entre el neoclásico de finales del XIX, el estilo estalinista y los edificios más vanguardistas que podemos ver en Londres, Berlín o Shangái.
Eso sí, no viajes con euros o dólares: en ningún sitio aceptan otra moneda que no sea el rublo.
Ritual del té, la gran tradición rusa
El chef Vladimir Muhin abrió el restaurante White Rabbit y en pocos años se convirtió en uno de los mejores 25 del mundo (The World’s 50 Best). Su cocina está diseñada por el propio chef, quien se basa en su conocimiento de los ingredientes de distintas zonas de Rusia. Los platos integran productos que pueden provenir de las aguas de Siberia, de las estepas del centro del país o de los huertos de Moscú. La ejecución es extraordinaria y el servicio compite con la excelencia del diseño de aquella sala que parece flotar a 16 pisos de altura, con vistas al centro de la capital rusa.
Por si esto fuera poco, el chef Muhin, quien tiene un laboratorio y una vasta biblioteca especializada en gastronomía, ofrece un concepto aun más exclusivo en el mismo edificio, bajo el nombre de Chef’s Table. Nosotros tuvimos la fortuna de probar ambos y constatamos la maestría de este genio así como su generosidad.
La gran ciudadela amurallada, cuyos orígenes datan del siglo XI, desde el XIV alberga las principales sedes de los poderes civiles y religiosos.
Recorrimos sus cuatro templos (tres de ellos, catedrales) y la Armería del Kremlin, que alberga distintas colecciones que van desde diamantes y artes plásticas hasta objetos de valor incalculable por sus méritos aplicados. Este palacete es enorme y pudimos haber estado horas, pero la ciudad ofrece mucho más. Por eso estuvimos sólo tres horas echando un vistazo al Arsenal y al Gran Palacio del Kremlin, así como a otros tres palacios que en la actualidad son sedes gubernamentales. Cabe señalar que tanto los edificios como las plazas, jardines y áreas comunes del Kremlin son de tal belleza que fueron declarados por la UNESCO Patrimonio Mundial
Saliendo del Kremlin, llegamos a la Plaza Roja, una impresionante explanada de 23 mil metros cuadrados. A mi mente llegaron imágenes de la Revolución Bolchevique, los desfiles militares de la Unión Soviética, las marchas de la era de la Perestroika, los conciertos de Pink Floyd y McCartney tras la disolución de la URSS. El centro comercial GUM, el Museo de Historia Estatal de Rusia, la Muralla del Kremlin con los mausoleos de Lenin y Stalin, entre otros y la indescriptiblemente bella Catedral de San Basilio, son buenas razones para quedarse por horas, practicando el arte de la contemplación y las selfies.
Al cabo de cuatro cortos días, quedamos maravillados por la majestuosidad de su arquitectura y traza urbana que dejaron muy en claro el papel de Moscú como una de las potencias mundiales. Los aspectos culturales de la ciudad son tantos que no bastarían dos ni tres viajes para empezar a familiarizarse. Abundan los museos, los espacios públicos y los barrios con edificios impactantes. Quisiéramos regresar pronto a Moscú.