Después de interminables horas dentro de un maloliente avión, arribamos al aeropuerto de Tan Son Nhat mientras el Sol se ocultaba. Sin equipaje que recoger fui directamente a la salida. Olía a selva, gasolina y arroz cocido. Era mi primera vez en Vietnam.
Después de interminables horas dentro de un maloliente avión, arribamos al aeropuerto de Tan Son Nhat mientras el Sol se ocultaba. Sin equipaje que recoger fui directamente a la salida. Olía a selva, gasolina y arroz cocido. Era mi primera vez en Vietnam.
Por Alan Heiblum // Ilustración Víctor García
Un hombre rechoncho sostenía un cartel con mi nombre. En un inglés perfectamente entendible por lo incorrecto del mismo, me explicó que la Dra. Levy se excusaba pero que me alcanzaría más tarde una vez terminada la función en “La Nariz de Plata”. Yo hubiera preferido ir directo al hotel y descansar pero mi voluntad no importaba, la totalidad de este viaje había sido obra de la doctora. El hombre rechoncho me condujo hasta la ciudad y en la ciudad por entre callejuelas hasta que dimos con un letrero soterrado: “La Nariz de Plata”. Me dio una entrada mientras me explicaba que a la salida lo encontraría en este mismo sitio, que él nos habría de conducir a la Dra. Levy y a mí a nuestra próxima locación.
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Bajé por escaleras oscuras y una puerta roja de madera se abrió ante mí. Adentro había un gran salón de paredes de espejo, decorado con columnas de dragones y esculturas de leones. Tal vez demasiado amable, un joven me recogió la entrada y me invitó a pasar tras una cortina de terciopelo. Me senté en donde pude de lo que parecía un viejo gran cine. Aunque había muy poca concurrencia, se escuchaba el estruendo de una gran multitud. Para mi sorpresa la proyección no comenzó con anuncios ni nada semejante, sino con un film introductorio que ofrecía una detallada explicación acerca de la nariz de plata. Según decía, existía una agenda ideológica para hacernos creer que Smell-O-Vision y Aromarama eran las únicas dos técnicas que habían logrado traer satisfactoriamente el sentido del olfato al cine, y sin embargo existía una tercera, “La Nariz de Plata”, que resultaba superior a ambas. El film afirmaba que se podía trazar una analogía precisa con el sistema híbrido de Tyco Brahe, que conservaba a la Tierra en el centro del universo pero hacía girar a los planetas en torno al Sol y ofrecía una síntesis que preservaba lo mejor de los entonces mayores sistemas de mundo, el de Ptolomeo y el de Copérnico. Sin dar mayores descripciones de la técnica empleada, se nos aseguraba que oleríamos todo lo que ocurriese en la película con una intensidad incluso mayor que la de los actores ahí presentes. Por último se nos avisó que ésta llevaba años sin salir de cartelera y que no era un problema de recursos o de pereza lo que provocaba que la nariz de plata contara con una única obra, sino que esto era producto exclusivo de la excelencia de la misma.
De título “Hotel Charlton” y situada en 1914, la cinta trata de la estancia de Ho Chi Min en Londres como ayudante de cocinero. Discurre entre fastuosas cenas, virtuosamente preparadas por un Ho Chi Minh que al tiempo de asistir al connotado maître Auguste Escoffier, desarrolla el sistema de pensamiento revolucionario que lo habría de sacar de los libros de cocina para inscribirlo en el libro de la historia.
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De principio a fin no lo pude creer. En verdad no habían mentido, era posible oler con toda claridad y limpieza cada uno de los objetos presentados en las escenas. Nunca había disfrutado tanto de mi nariz. El aroma de los ingredientes por separado y luego mezclándose era más nítido de lo que fue nunca en mi vida. Así, el filme duró dos horas de deleite que pasaron volando.
Salí de la sala deseoso de encontrarme y agradecer a la Dra. Levy por semejante ocurrencia. Sin embargo, no la encontré. Mientras esperaba en el hall me llamó la atención que al parecer no podía oler nada. Lo atribuí a un efecto de contraste. Mi sentido del olfato había sido estimulado a tal punto que ahora padecía de una “ceguera” temporal. Salí del cine para ver si la Dra. Levy me esperaba en compañía de nuestro chofer rechoncho, pero para mi desilusión no había nadie en la calle. Intenté vanamente no impacientarme. Cada vez estaba más preocupado, mi olfato no regresaba y no se sentía que alguien fuera a llegar por mí. Intenté regresar a “La Nariz de Plata” para obtener alguna explicación y un remedio a mi falta de olfato, pero fue inútil, había cerrado. Pensando en Kipling, alguna vez T.S. Eliot escribió que “la primera condición para la comprensión de un país extranjero es olerlo”. Después de algunas horas terribles de espera me convencí de lo terrible de mi situación. Estaba extraviado en un país desconocido, completamente solo y sin una nariz para conocerlo.
Alan Heiblum nació en México en 1982. Se formó en física y música
como un camino a la filosofía. Acaba de realizar el cortometraje Philms de “filosofía fílmica”.