Queridos lectores,
Estoy un poco nervioso, el piloto acaba de encender luz de abrocharnos los cinturones y ha anunciado que estamos por iniciar el descenso. El piloto comentó que el clima en Narita, Japón, es bastante soleado, y que, a pesar de ser las seis de la mañana, la temperatura es superior a los treinta grados. Aunque advertido por el clima y seguro que en el corto plazo voy a poder omitir su existencia, he decidido descender del avión con un ligero suéter.
Las salas de migración siempre me han parecido frías e impersonales, donde un ligero miedo siempre se apodera de mí. El proceso de salida, cómo casi todos los procesos en Japón, fue sobresaliente. En esta infame lucha de juntar sellos en el pasaporte, el encargado de migración pone un sticker, a diferencia de un sello, en una hoja de mi pasaporte. Sin duda, una de las miles de sorpresas que me dejará Japón.
Lo siento, amigos, sé que me entenderán, no pude huir de mis adicciones y compré un espresso en la primera cafetería que encontré. Tenía que encontrar la estación de tren para salir con camino a Kioto, no sin antes validar el pase de tren. Necesitaba ese boost de cafeína para lograrlo; recuerda que es mi primera vez en el archipiélago y sigo con dudas de qué alimentos se ofrecerán en el tren. Además, el trayecto es largo. No pude evitar recordar las clases de primaria donde hablaban del tren bala; se los juro que nunca pensé en conocerlo. Uno de mis compañeros de tren, que me hizo recordar a Haruki Murakami, de manera bastante silenciosa, dijo “sayonara” a manera de despedida. Adiós. Ese mismo adiós que le hice a mi suéter apenas me bajé del tren en la estación de Kioto. Aunque recomendable, al visitar Japón en agosto siempre se corre el riesgo de un calor insufrible.
Encontrar una palabra para mis primeras horas en Kioto es muy fácil: confusión. La palabra que describe mi primer día en la ciudad: magia. En menos de veinticuatro horas, el factor confusión de caracteres japoneses y homogeneidad en la estructura ósea de los habitantes de la ciudad desaparecieron para dar cabida a una extraña sensación de pertenencia.
Uno de los atractivos menos conocidos de la ciudad es una caminata de poco menos de veinte kilómetros visitando templos milenarios, una caminata muy parecida al kumano kodo. Al bajarme del tranvía para emprender el camino, me cautivó aquella estación detenida en el tiempo, que seguramente permanece de pie para enamorar a los pocos turistas que escapan del jardín de bambúes o el castillo de oro o con agendas más ligeras y que se permiten escapar a las afueras de la ciudad. Obvio visité ambas atracciones.
De hecho, subí varias fotos a mis redes sociales del jardín. Cada foto es tan injusta con la realidad, que dudé varias veces en hacerlo. La caminata fue como lo esperaba, ciertamente incluyó más subidas que las esperadas, pero eso no mermó en cuánto la disfruté. Es posible admirar cerca de treinta templos; la mayoría de ellos más pequeños que un metro, hicieron que me sintiera buscando a Wally por casi cuatro horas. Probablemente se están riendo ahora y no los culpo. Siempre tendemos a asociar templo con magnitud. El trail me probó una vez mas que estaba equivocado.
No seguiré hablando de esto, porque saben perfectamente a qué me refiero cuando hablo de lo divertido y excitante que fue la caminata. Sé que muchos me tirarán de loco por haber desperdiciado un día en algo tan trivial como un sendero, pero también sé que la gran mayoría apoyará mi decisión. Regresé a la ciudad caminando; si, caminando, bordeando el río. Vi el Monumento a los Corredores.
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Tras dejar las maletas en el locker de la estación de Nara, me encaminé a buscar los venados. Al acercarme al parque, los venados se multiplicaban; todos querían comer. No logré descifrar si el ritmo de turistas había bajado ese día o simplemente los animales no se satisfacían. La comida para venados que compré se mostró altamente insuficiente, ya que desapareció a los pocos segundos de abrirla. Los animales estaban al asecho. Pueden llamarlo inocencia o credulidad, pero cometí el error más común entre los turistas: gastarse la comida en los primeros venados. Fue curioso encontrar que los venados domesticados eran el claro motor del turismo de la ciudad; desde peluches y galletas, pasando por sudaderas y llaveros. Todos los souvenirs de la ciudad incluyen una relación al animal.
En la maleta ya están todos los regalos para mis amigos y familiares. Los acompañé con una pequeña botella de sake. Por evidente que parezca, no he dejado de tomar sake; todos los días lo elijo como acompañante de la cena. He procurado cambiar de marcas, para probar las más que se puedan. Incluso, decliné una copa de champagne al llegar al hotel de Osaka.
Con franqueza, cuando llegamos estaba afanado en conocer las famosas tiendas departamentales de varios pisos de altura. Al igual que los rascacielos y el Castillo de Osaka, con el techo color esmeralda y madera. Mi habitación en el piso 62 ayudó a tachar de la lista los rascacielos.
Y no es que a Osaka le faltaran cosas qué ofrecer; pero quería aprovechar al máximo mi pase de tren. Aunque ya estaba en el sur de una de las islas, decidí ir un poco más e hice dos excursiones de un día. No por nada me pasé horas estudiando las frecuencias de los trenes. Por deseo, la primera elección fue Hiroshima; la segunda elección, por recomendación del conserje del hotel, fue Himeji.
Lo reconozco, desde que llegué a Hiroshima el cuerpo me pedía con apremio, llegar al lugar que cayó la bomba. Bastante infundado, esperaba ver más destrucción en la ciudad. Tenía en la mente los grandes esfuerzos de las autoridades y la monarquía japonesa para reconstruir las ciudades afectadas por las bombas atómicas. Una serie de sentimientos me abordaron mientras caminaba por el parque. ¿Les importa si me los reservo? Creo sobran cuando el universo nos reafirma nuestra fragilidad.
En cambio, Himeji fue bastante parsimonioso. Sigo pensando que la poca afluencia de gente y el castillo blanco aperlado ayudaron a sentirme así. Nunca me he sentido pasado de peso, pero los pasillos y la estrechez de las entradas me recordaron que mi estructura ósea no se parece nada a la de los japoneses. Sólo imaginar que ellos lo recorrían en armaduras, me hizo agradecer mi estatus de turista.
La estancia en Tokio fue efímera como la existencia pura. Vagamente recuerdo ese momento que estaba en Ginza como continuación del Museo Mori o la Torre de Tokio. Aquí si dejo una cuenta pendiente que espero saldar muy pronto.
Kamakura fue a su vez la sorpresa del viaje; estuvo muy peleado con Himeji, pero la comida en ésta fue una escapada a la tradicional gastronomía japonesa que me había cansado un tanto. La vista del mar y un clima mas agradable le dieron la ventaja.
Mi última compra se convirtió en reliquia: una playera de las Olimpiadas de Tokio 2020. Esos juegos que pudieron ser y no fueron. Abordo el avión con destino a México. Esto es todo lo que sé: que en agosto de 2019 partí a lo lejano sin realmente sentir nada; o simplemente sin saber qué esperar. Con la mente en blanco, palacios, templos, pescados crudo, caminatas, amuletos, venados, sake, plutonio, destrucción, rascacielos, geishas, trenes, caligrafía, samurais y espadas me fueron conquistando, atrapando y envolviendo. Era imposible rechazarlos. Siete ciudades. Nada era antagonista en esta historia. Sólo faltan tres minutos para despegar. Puedo concluir categóricamente que me siento demasiado conforme y satisfecho con el viaje. La relación cansancio-placer está en un punto óptimo. Arigato, Japón.
Su fiel colaborador, Pablo.
Fotos: Pablo Ricalde, Svetlana Gumerova / Unsplash, Vladimir Haltakov / Unsplash.
Fue Rumania la que me enamoró con su dinamismo y complejidad