Un recorrido gastronómico y cultural por Lille, que destaca por su propuesta multicultural, y París, la urbe gastronómica que se reinventa.
De repente el tiempo se detiene; no es broma, las tardes en París dan la sensación de ser parte de una película en blanco y negro, sabiendo que estamos en pleno siglo XXI. Esto es parte de la magia francesa.
Hay que caminar por sus calles, cruzar sus puentes, voltear al cielo para maravillarse con la arquitectura orgánica, aquella que ha enamorado a generaciones.
Y no sólo eso: nos embelesa con sus letras, copas de vino y gastronomía alucinante, desde un croissant en el petit déjeuner a los escargots à la bourguignonne. Confirmo que aquí la vida es en verdad de rosa con todos sus matices. Los sueños están hechos a la medida.
Por: Raquel del Castillo
Sus calles desde temprano huelen a pan, flores y lluvia. Por estar en el norte francés, en la frontera con Bélgica, es de esperarse que el pain au chocolat sea delicioso, igual que las cervezas; la oferta en París es buena, pero no se compara.
Por ser Lille la capital cultural europea, siempre tendrá novedades que se vuelven parte del itinerario tanto de turistas como de locales. En mi caso me tocó el inicio de El Dorado, festival que este año fue dedicado a México. En los cafés colocados alrededor de las exhibiciones la gente iba y venía hablando de Rivera, Anguiano, del retrato nudista de Toledo y la máscara de Salinas de Francisco Mata.
Durante tres días el ritual fue llegar temprano para alcanzar el croissant más hojaldrado de la boulangerie, así como un pay de queso mimolette para comer más tarde a la orilla del río Deûle. ¿Qué importa la llovizna cuando se tienen ganas de un festín? Las mañanas son maravillosas en el salón de té de Meert, con dos siglos y medio de tradición.
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Los domingos son para ir al mercado Wazemmes, probar todos los quesos locales y compartirlos en la mesa para después finalizar en el bar del barrio Au Cheval Blanc, al cual llegan los vecinos para tomarse la tarde bailando.
Es perfecta para olvidarse del tiempo y perderse entre sus calles, distrito a distrito, y meterse en donde sea, pues todo está hecho para la contemplación. Donde veas una puerta, ábrela: habrá algo al otro lado de la vitrina que sea para ti. A París hay que aceptarla con todo y sus clichés porque se disfrutan, son inevitables.
Es tararear a Joe Dassin cuando se camina por los Campos Elíseos rumbo al Arco del Triunfo; es pedir un macarrón y champagne en Pierre Hermé, mientras en la cabeza suena “La vida en rosa”, o incluso más, tener pasajes de Amélie mientras se sube hacia el Sagrado Corazóncon la promesa de las mejores vistas de la ciudad, sobre todo en la tarde.
Hay muchos Parises dentro de París, se podría dedicar una semana entera únicamente a un tema: a la alta costura, al arte, a la gastronomía, al diseño o la arquitectura, y lo triste es que faltaría tiempo. Por eso el verdadero enemigo en este viaje podría ser el itinerario, pues lo mejor es caminar diario con algo de improvisación, ser curioso y merodear cualquier rincón que llame la atención. Fue así como descubrimos varios sitios interesantes, ante todo para comer,
de los que hablaré más adelante.
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Si es tu primera vez en la tierra de Sartre y Beauvoir, haz algo turístico por la mañana y da un paseo nocturno en un barrio distinto cada día. Hay muchos museos, galerías, mercados, restaurantes y wine bars que puedes conocer sin prisa.
Visita el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel, la Plaza de la Concordia, los puentes que cruzan el río Sena, una y otra vez, durante el amanecer y al atardecer; se trata de escenas que al menos a mí me hicieron sentir como si estuviera dentro de una película en cámara lenta.
Hay una gran diferencia de precios entre la carta del mediodía y la de la cena. Es por eso que siempre será mejor ir a la hora del lunch. Aunque parezcan lugares informales, siempre es buena idea reservar. Si es el día de ir al Louvre —de preferencia miércoles o viernes porque está abierto hasta las 9:45
de la noche—, el lunch se puede hacer en Café Lai’Tcha, la versión popular de Yamtcha, el restaurante con una estrella Michelin de Adeline Grattard. La cena vale la pena en Brasserie Du Louvre Bocuse, la novedad que desde abril es el reencuentro con ese gran mito que fue Paul Bocuse.
En el Pompidou, además de un café en George, hay que caminar a Miznon, pedir una coliflor asada para comer con las manos y después un falafel, antes de terminar el día en el Panic Room, bar con videojuegos, buena coctelería y música en vivo con mezclas de vinilo, el ambiente necesario para sentir el París de hoy
y no sólo aquel de las historias.
Dicen que a donde vayas hagas lo que veas, así que más vale planear una tarde de pícnic en el Jardín de las Tullerías, muy cerca del Louvre y la Plaza de la Concordia. Un poco de baguette, foie gras y vinito tinto alegrarán el cierre del día.
LE BARON ROUGE. El wine bar en el que pasarás más de dos horas probando tintos con una hogaza de baguette y foie gras.
L’EBAUCHOIR. Un bistrot donde hay que reservar por ser un lugar muy concurrido. Vale completamente la pena.
MIZNON. Además de falafel, la coliflor rostizada es una delicia que aquí se vale comer con las manos sobre papel estraza.
LE BRIO. Después de visitar el Sagrado Corazón, baja por Rue du Mont- Cenis y ve a la barra. Verás de todo, menos turistas.
Después de los llaveritos de la torre de a cinco por un euro, hay souvenirs que no podemos dejar escapar: los libros y las revistas gastronómicas en Librairie Gourmande, una de las librerías especializadas con 32 años de vida y dos pisos en los que pasarás al menos hora y media hojeando ediciones especiales. También están los mercados de pulgas en Place D’aligre de martes a domingo, con juegos de té de porcelana china, plaqué antiguo de plata y una que otra joya perdida de baccarat.