Reflexiones inspiradas por excelsas vistas, paisajes marítimos que roban el aliento y ambientes desérticos.
“Quiero ver esta vista todas las mañanas” dije, con un sonido tan bajo e imperceptible, que no logré descifrar si efectivamente lo había dicho en voz alta o no fue mas allá que un pensamiento tan sutil, pero a la vez tan vívido. Estaba levantándome frente al Océano Pacífico, en la punta de la península de Baja California. Esta misma punta donde convergen el Mar de Cortés y el Océano Pacífico formando la Playa del Amor. Ese famoso océano que alberga la isla de Clipperton, antes territorio mexicano, olvidado por la Revolución, ahora territorio francés.
Clipperton es protagonista de varias historias y novelas. Una isla semi desértica, aislada de todo, con pocas vías de comunicación con la América continental, continuamente invadida por huracanes y tormentas. Ésos que no distinguen y destruyen todo a su paso, y exigen renacer, con más frecuencia de la que uno quisiera, alimentada por barcos y con tantos tonos de mar que no es posible llevar una cuenta exacta.
Mientras reflexiono acerca del islote, mi mente se confunde y empieza a pensar en San José del Cabo, como similar de ese islote. El proyecto San José del Cabo y Cabo San Lucas, este paraíso donde el desierto, casi de manera imperceptible se junta con el mar, fue ideado por Fonatur hace algunos lustros. Los primeros habitantes tenían que manejar a La Paz, la capital del estado, para comprar enseres y cortarse el pelo.
Aún en La Paz, la mayoría de los productos, no sin un sobreprecio, llegaban en barco desde Mazatlán. Hoy, a pesar de más y mejores comercios, la mayoría de los productos siguen siendo transportados por botes, además de que muchas de las industrias siguen sin edificar plantas en la península. Basta observar los silos de cemento cerca del puerto de La Paz. Clipperton alimentada por Acapulco en 1900, Cabo San Lucas, a poco más de mil kilómetros de Tijuana, nutrido por Topolobambo en 2020.
Los Cabos, de escondite de piratas a destino de lujo
El sol se mostraba en todo su esplendor, con cero nubes en el horizonte. Mi espalda, sufriendo los estragos de seis meses sin sol víctima de la pandemia, poco a poco empezaba a tomar color. Tras bajarme de un camastro, emprendí una pequeña excursión a la playa. Similar a otros hoteles de la zona, la playa se enfrenta al mar abierto, lleno de corrientes, grandes profundidades y frecuente oleaje. Este mismo mar que defendía, aislaba y divertía a los lugareños de Clipperton.
Metí los pies al mar, la temperatura me invitaba a retar la bandera negra y las indicaciones de los salvavidas. Recordé vagamente mi certificación como salvavidas de la American Red Cross Association; sin embargo, preferí pecar de conservador y me quedé parado fijamente donde aún rompían las olas. A lo lejos observé un par de cangrejos, quienes huían de una parvada de hambrientas gaviotas. El calor no cesaba un instante; un calor que no presentaba síntomas de humedad y que exigía una hidratación constante, evidentemente con margaritas.
De manera casi imperceptible, el sol se empezó a poner en el horizonte. Al mismo tiempo que una marca bastante perceptible delineaba mi traje de baño, un torso escaso de sol y un día perfecto. Al regresar al cuarto, el cuerpo me ardió cuando tuvo contacto con un agua helada; se me adormeció la frente. Una mezcla de placer y frescura me inundó. Saqué una camisa del clóset principal. Era una camisa de lino azul obscura. La había comprado para visitar unas plantas. Las mangas largas, el día que la estrené, me defendieron del sol andino. Fui capaz de recordar aquella visita desde que la desabotoné. Es extraño lo versátil de la ropa, mi mente repetía.
Con certeza, la columna vertebral del restaurante elegido para cenar era la comida del mar. Primer tiempo ceviche con leche de tigre, seguido por un pescado zarandeado. Sobre una charola en la esquina del restaurante se exhibían varios platos con opciones de postres. Personalmente decliné cada una de las sugerencias, un esfuerzo necesario. La estrategia era simple de descifrar: turistas de la Ciudad de México, en la costa, cenando comida del mar, disfrutando una buena lectura en el paraíso.
Sobra decir que mi visita fue acompañada por Laura Restrepo y probablemente su novela mas icónica, escrita en el exilio en México: “La Isla de la Pasión”.
Para esta visita elegimos uno de los nuevos hoteles en Puerto Los Cabos. A pesar de estar solamente al 30% de capacidad, las instalaciones del hotel se encuentran listas para recibir a los huéspedes. El desayuno presenta bastantes áreas de oportunidad, aunque creo la actual pandemia limita las opciones. Tristemente hubo un percance con una ama de llaves, un par de días después se resolvió.
Pezgallo
Bastante acogedor con un ambiente jovial. El restaurante comparte el estilo trendy de su vecino, el hotel El Ganzo. Únicamente sirve desayunos. Me rendí y pedí los hot cakes.
Tacos & Mariscos Rossy
Además de imperdible, de lo más local que se puede comer en el puerto. Las opciones son ilimitadas y todas deliciosas; para esta ocasión elegimos el pargo para taquear y los tacos de camarón. Todo en las tradicionales tortillas de harina.
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