Comenzó a cocinar a los 10 años, por necesidad y gusto, y ahora es un ícono de la gastronomía tradicional del sureste del país.
Una mañana soleada de primavera, en el ejido de Copoya, a 20 minutos a pie de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Una mujer zoque de 18 años camina ladera abajo. Lleva una mochila con tres mudas de ropa, un poco de dinero y una bolsa con ramas de chipilín y hojas de plátano.
Es Ricarda Jiménez, hace 40 años. La mujer se había escapado de su casa y caminaba hacia la capital del estado, para abordar un autobús que la llevaría a su primer viaje a la CDMX, por ser cocinera tradicional.
PUBLICIDAD“Me habían invitado a cocinar en una feria en la Casa del Lago, de la UNAM. Ya me habían conseguido transporte y todo. Pero mi familia no me apoyó, así que agarré valor y algunas de mis cosas, y me fui. Yo siempre he sido un alma libre”, dice Ricarda, en llamada desde el patio de su casa.
A sus 58 años, la mujer es la cocinera zoque más conocida de Chiapas. Allá no las conocen como mayoras, sino como comideras. Son mujeres que cocinan desde que son niñas y que, de tanto practicar toda su vida, se vuelven una institución culinaria que alecciona a lo mismo a pueblos, que a chefs dentro y fuera de sus propios restaurantes.
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Según Ricarda, su sueño de niña era ser doctora. Estudió hasta el tercer año de primaria en Copoya y le contó a sus padres en lo que se quería convertir. Pero no había dinero. Su familia nuclear se componía de 14 hermanitos. Conforme todos fueron creciendo, la posibilidad de ser médica se desvaneció.
“Entonces yo me pegué con mi bisabuelita, a quien le aprendí casi todo lo que sé de cocina. Mi abuela era una mujer dura y complicada y mi mamá no sabía guisar muy bien. Pero mi bisabuela era puro fuego y fuente de conocimientos. Fue reconocida como una comidera importante en el pueblo y yo estuve cerca de ella ayudándole siempre en todo lo que organizaba”, cuenta Jiménez.
Su primera receta la hizo a los 10 años. Cierto día, como hermana mayor, se había quedado al cargo de sus hermanas. Tenían hambre. Ricarda juntó unas monedas, compró manteca con una vecina y se puso a hacer tamales.
Preparó la masa, la mezcló con frijol patachete (una especie común en Guerrero y Chiapas, caracterizada por ser blanca, roja o negra y tener rayas en la superficie), hizo bolitas con la mezcla, las metió en moldes, prendió el horno de leña y comenzó a hornear.
Diez minutos después el resultado fue una tabla llena de tamales nakapitú: apetitosos a la vista, pero sin sal.
“Fue muy chistoso. Mis hermanas se rieron de mí porque evidentemente me había equivocado. Pero tenían hambre, ya nos podíamos comprar otra cosa porque nos acabamos el dinero por comprar manteca, y se los tuvieron que comer. A partir de ese momento me comprometí conmigo misma a hacerlo mejor cada vez. Y así fue.”
Ricarda no sabe leer, ni escribir. Pero apenas fue mayor de edad, la dueña de un restaurante botanero en Tuxtla la llamó para que trabajara con ella en la cocina del negocio, llamado Las Laminitas. Ella aceptó y duró ahí 10 años.
“En ese tiempo también aprendí mucho. Dominé cómo preparar cochito horneado, frijoles con chile simojovel, tinga horneada, patitas, salsas, tamales, caldos. Mi trabajo me gustaba mucho, pero en la cocina había como 10 quemadores y el humo me empezó a enfermar. Además, la lumbre me quemaba mucho. Decidí empezar por mi parte, ya en mi propio lugar”, cuenta.
Ricarda nunca ha tenido un restaurante como tal, pero su casa en las laderas del ejido Copoya funciona eventualmente como uno. Después trabajar en Las Laminitas, su ocupación de 30 años ha sido cocinar en su fogón para vender comida en el pueblo, así como desayunos y comidas para al menos 30 oficinistas que diario esperan por su comida en Tuxtla Gutiérrez.
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“Tengo una rutina: me levanto diario a las cinco de la mañana, empiezo a preparar todo y me ayudan algunas sobrinas, sobrinos y a veces mi hijo, que logró hacerse abogado pero siempre me echa la mano. Cocinamos, armamos paquetitos, los acomodo en un diablito y bajo caminando a repartirlos. Me da gusto que la gente sí se emociona por probar mi comida”, dice Ricarda.
Con el paso del tiempo, y por el reconocimiento que propios y extraños le demuestran, Ricarda ha viajado mucho por todo México. Lo mismo debido a ferias, que por exposiciones o capacitaciones grupos de chefs profesionales. Yuri de Gortari y el chef José Bossuet, por ejemplo, son grandes amigos y promotores de su labor en todo lugar donde se paran.
La mujer dice que sí le gustaría eventualmente salir del país a hablar de la cocina de Chiapas en el extranjero. Pero que, con todo y que es un alma libre y ama viajar, prefiere una vida tranquila, enseñando y cocinando en casa.
Ricarda ya no sueña con ser doctora. Ricarda ya no sueña con poner un gran restaurante. Ahora su mayor deseo es poner una escuelita. Ricarda quiere ser maestra, que le pongan una galera en su patio, le acomoden unas mesas y le permitan enseñarle a niños o jóvenes sobre técnicas de su cocina tradicional.
“Yo nací libre y mi sueño parte de eso. Ya cociné mucho y seguiré haciéndolo, pero hay que darle libertad a las ideas para que lleguen lejos”, dice, contenta, desde el calor sofocante de Copoya.