La literatura, en su afán por registrar la memoria, la experiencia del mundo aprehendida a través de los sentidos, ha sido la transmisora de un […]
La literatura, en su afán por registrar la memoria, la experiencia del mundo aprehendida a través de los sentidos, ha sido la transmisora de un tesoro inasible y perecedero
La literatura, en su afán por registrar la memoria, la experiencia del mundo aprehendida a través de los sentidos, ha sido la transmisora de un tesoro inasible y perecedero: el proceso de la alimentación, desde la preparación de los ingredientes hasta el regusto del primer bocado, los olores humeantes, las texturas ásperas o untuosas. Pero ha registrado, sobre todo, la vinculación emocional que somos capaces de establecer con la comida: esa comunión que viene de la naturaleza, y que nosotros, según la historia, geografía e ingenio, modificamos hasta convertirlo en arte.
Por Gabriela Damián Miravete
“-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuestras mercedes tienen quiere que no comamos buenas migas juntos…” No podemos mencionar esta novela sin relamernos para nuestros adentros al recordar todas las aventuras culinarias por las que pasan Don Quijote y su fiel escudero Sancho Panza. Alonso Quijano, ese pobre que enloquece leyendo tanta novela de caballería, solía comer “una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino por añadidura los domingos”. ¿Duelos y quebrantos? Sí: el lector contemporáneo puede llevarse uno que otro desconcierto al acercarse a la pluma cervantina, y es que la lengua española de la época guardaba bastantes curiosidades en los nombres de sus platillos: duelos y quebrantos no son más que huevos revueltos con chorizo y tocino servidos, generalmente, en cazuela de barro. No cabe duda de que la bondad, el idealismo y la amistad mueve a estos dos inquebrantables personajes, pero no antes de tener la panza llena. Como decía Don Quijote, “el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas”.
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“—Eso tiene muy buen aspecto —dijo con tristeza el fantasma de la gola, observando a Harry mientras éste cortaba su filete. —¿No puede…? —No he comido desde hace unos cuatrocientos años — dijo el fantasma—. No lo necesito, por supuesto, pero uno lo echa de menos.” Joanne Rowling devolvió el gusto por la lectura al imaginarse qué se sentirá tomar una sopa humeante junto al fuego en el salón de un castillo mágico. El mundo en el que tienen lugar las novelas de Harry Potter, está lleno de nostalgia por la vida “a la antigüita”: ropa confeccionada a mano, animales mitológicos como mascota; y muy buena comida. El primer volumen de la saga, Harry Potter y la Piedra Filosofal, enumera los platillos que aparecen a la luz de las velas en el gran comedor de Hogwarts: pollo asado, chuletas de cerdo, salchichas, tocino y filetes, papas cocidas, asadas y fritas, pudín, guisantes, salsa de carne…
Harry, que nunca había sido agasajado por sus tíos, ha llegado a su verdadero hogar, donde todo, desde la cerveza de mantequilla tibia hasta su mullida almohada, es reconfortante. También enganchar la comodidad entrañable de los postres: helados de todos los gustos imaginables, tartas de manzana, ranas de chocolate, fresas, dulces de todos los sabores (todos, hasta los desagradables). Ni qué decir del hecho de que los restos de comida desaparecen de los platos, literalmente, por arte de magia. El problema viene cuando los chicos crecen y a esa visión romántica de la magia va sustituyéndola el complejo contexto social de la novelas: Hermione se da cuenta de que la preparación de todos los alimentos de la escuela corre a cargo de los elfos domésticos, quienes viven en aparente esclavitud. Después de un movimiento de lucha, los elfos siguen preparando alimentos sin malestar alguno, igual que los magos y brujas que desean mantener el bienestar de los suyos aún cuando el malvado Voldemort esté al acecho.
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“Allí encontré la cena servida. Mi anfitrión, que esperaba de pie al lado de una enorme chimenea, apoyado contra el marco de piedra, señaló la mesa con un gesto amable, diciendo: –Tome asiento, se lo ruego, y cene cuanto quiera. Confío en que sabrá disculparme por no acompañarlo, pero ya he cenado a media tarde y no suelo tomar nada a estas horas.” La novela que marcó el antes y después en la literatura de horror tiene como centro a un personaje cuyas costumbres alimenticias lo depositan en la inhumanidad: sólo bebe sangre para nutrir su atroz existencia. Pero antes de que Van Helsing se preocupe más por conseguir crucifijos y estacas que disfrutar un roasted beef, la comida es un componente importantísimo en la atmósfera de extrañeza que se establece al inicio de Drácula. Cuando Jonathan Harker llega a Transilvania prueba la comida con entusiasmo, enumerando platillos e ingredientes en su diario: paprika hendl, pollo con pimentón y paprika; mamaliga, puré de harina de maíz; patlagele impolute, berenjenas rellenas con picadillo de carne, “platillo muy exquisito”. Añade una curiosa nota: “Pedir receta para Mina”. Sin embargo, conforme se aproxima a la peligrosa morada de Drácula, Jonathan describe que tiene mucha sed y sueños extraños, no sabe si achacárselos a la extraña sazón o los cercanos aullidos de los lobos. Ya en el castillo del Conde, Harker toma “un suculento pollo asado”, un poco de queso, ensalada y una botella de Tokay añejo mientras Drácula lo observa con repugnancia. Poco a poco, las delicias de la comida rumana y los caprichos culinarios ingleses van diluyéndose conforme el horror se hace ineludible. Así, Stoker distingue al mal se por ausentarse en los placeres de la mesa. Es la comida el símbolo de la vida en su estado más gozoso.
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“Doña Augusta destapó la sopera, donde humeaba una cuajada sopa de plátanos. Los he querido rejuvenecer a todos transportándolos a su primera niñez y para eso le he añadido a la sopa un poco de tapioca. Se sentirán niños y comenzarán a elogiarla, como si la descubrieran por primera vez…” José Lezama Lima es uno de los pocos autores a los que los críticos califican con adjetivos gastronómicos: definen a su obra como una “ensalada barroca”, “un bocado de imágenes”; es un “escritor de palabra golosa”. La culpa la tiene, sin duda, Paradiso, una novela indefinible (“grimorio antillano”, ha dicho de ella Julieta Leo) considerada cumbre de la narrativa latinoamericana. El lenguaje que la compone está dedicado a explorar los placeres sensoriales, sobre todo, el deleite de la comida y la bebida. En el capítulo séptimo, la entrañable Doña Augusta sirve un banquete familiar tan vasto y exquisito que incluso se ha acuñado el término lezamaniano cuando una mesa, de tan bien servida a los ojos y al paladar, nos hace sentir en el paraíso.
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“¡Oh, un pudín maravilloso! dijo Bob Cratchit, añadiendo que lo consideraba el mayor éxito logrado por la señora Cratchit desde que se casaron. Ella confesó, una vez se le había quitado el peso de encima, que había tenido sus dudas acerca de la cantidad de harina. Todo el mundo tenía algo que decir al respecto, pero nadie dijo o pensó que era en absoluto un pudín pequeño para una familia grande. Habría sido una herejía hacerlo. Cualquier Cratchit se habría sonrojado a insinuar tal cosa.” Dickens retrata la disparidad social de la Inglaterra victoriana, en la que los niños, enfermos y pobres son los más perjudicados por la indiferencia de los avaros; cuya abundancia de platillos resulta inhumana frente a la precariedad de los que menos tienen. Los manjares desfilan al final para ser compartidos por los que han transformado su corazón, como Scrooge, que compra anónimamente el pavo para su emplado.
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“Acepté probar, había visto a mi abuelo y a mis tíos vaciar las conchas en un tazón y devorarlos con cebolla y cilantro, y el pescador sacó otro pedazo y me lo puso en la boca, era suave y blando, pero también un poco áspero, como toalla mojada.” Allende escribe la historia de su familia en las páginas de un diario que entregará a su hija cuando despierte del coma provocado por una terrible enfermedad. Pretendiendo invocar a los espíritus de sus ancestros para que ayuden a Paula a superar el trance, la escritora hace un recuento muy íntimo de su propia vida, en la que la comida es fundamental. Desde la minuciosa recreación del cuadro familiar el día después de Navidad (“pasaban de mano en mano las jarras de vino blanco con duraznos, y las bandejas con pan amasado, todavía tibio”) hasta las manchas de sopa en los manuscritos de sus novelas, la escritora chilena encontró una auténtica forma de moldear la identidad propia, la de su familia y la de su hija a través de los alimentos que les acompañaron en sus horas álgidas; como el polémico episodio en el que Isabel, apenas una niña, es seducida por un pescador que utiliza erizos crudos como señuelo: “El hombre sacó de la concha uno a uno los trozos de carne rosada, comió algunos y me dio otros; después abrió el segundo erizo y dimos cuenta también de él, riéndonos, salpicando jugo, chupándonos los dedos mutuamente”. Después de este novela autobiográfica entre feliz y desgarradora, Allende formuló Afrodita, un recetario afrodisiaco aderezado con historias, leyendas y fantasías eróticas.
Con esta novela de 1972, el autor español presentó al que resultaría uno de los más entrañable detectives de la literatura moderna: Pepe Calvalho. Tras abandonar un rentable trabajo en una multinacional, este comunista y padre soltero se muda a un populoso barrio barcelonés, y mientras quema las páginas de sus libros favoritos, resuelve casos de poca monta (en apariencia, pues siempre son el pasaje para llegar a las entrañas de la corrupción española). Y se da tiempo para disfrutar de su pasión verdadera: la cocina. Célebres son las recetas que en las páginas de la Serie Carvalho interrumpen la acción policiaca. La más alabada de todas: la del bocadillo de pescado frito Señora Paca. “El pescado frío, con pimiento y berenjena. El pan, con tomate”. Las recetas de Carvalho merecieron su propia recopilación, editada en 2006.
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Escrita en los años cincuenta, la segunda novela del franco-canadiense es el emocionante testimonio de cuatro viajes a lo largo de las carreteras norteamericanas, en el que (además de encuentros con los protagonistas de la Generación Beat: Burroughs, Ginsberg, Corso…) la comida es un protagonista constante: desde los pasteles de manzana y el helado de vainilla que se encuentran en todos los restaurantes de carretera hasta los milagros que un vagabundo puede hacer con una lata de judías al calor de una fogata en un vagón del tren. Miserable, escasa, apurada, sin método ni recetas, la comida en los viajes de Kerouac, sin embargo, es siempre agradecida: “hermosa”, “luminosa”, descrita como “el satori de los pobres”. Sal Paradise disfruta del comer con un entusiasmo contagioso, y ni siquiera lamenta que la infección provocada por un indescriptible guiso tijuanense le impidiese llegar a la que, para él, era la cima de la experiencia: la Ciudad de México.
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Su versión fílmica ganó el Óscar a la Mejor Película extranjera en 1987 y los corazones de muchos lectores, espectadores y comelones por igual. El personaje responsable es Babette, francesa de misterioso pasado que llega a un pueblito de Jutlandia, en Dinamarca, a trabajar para las dos piadosas herederas de un pastor que viven austeramente y así merecer el cielo al morir. Durante años, Babette les sirve sin darse a notar, hasta que, después de ganarse la lotería, decide ofrecerle una cena a ellas y a sus amistades celebrando tanto el aniversario luctuoso del pastor como sus años de servicio. El festín en cuestión, compuesto por sopa de tortuga; caviar y blinis Demidoff; codornices rellenas de trufa negra reposadas dentro de un volován con salsa de vino Clos de Vougeot, ensalada de endivias, nueces y lechuga con vinagreta francesa, selección de quesos franceses; tarta de cerezas, frutas confitadas y licor, fruta fresca (higos, dátiles, uvas, piña); café molido al momento; y como digestivo un Marc de Champagne. El vino amontillado y el champagne de las mejores cosechas completan el cuadro. Contrario a lo que cualquiera pudiera predecir, el festín no tiene una sublimación erótica, sino espiritual. La satisfacción de los comensales está más cerca de la epifanía que de la satisfacción sensual; y eso es justo lo que sucede en esta obra: la felicidad, la concordia y la fraternidad brotan de los corazones de los entrañables personajes del pueblo. Un acento curioso es que Isak Dinesen, o mejor dicho, Karen Blixen, tenía en la vejez un gusto extravagante por ciertos platillos. Se rumoraba que sólo se alimentaba de champagne y ostras. Cuenta Javier Marías que, cuando viajó a Nueva York y fue invitada a almorzar en casa de Carson McCullers junto con Marilyn Monroe y su esposo Arthur Miller, fue interrogada por este último al respecto de la pertinencia médica de tal costumbre, que si el alcohol, que si las proteínas… a lo que la baronesa, con gélida mirada, respondió: “No sé nada de eso, pero soy vieja y como lo que quiero”.
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“Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres inofensivos y su brevedad ilusoria, de la misma manera que opera el amor, colmándome de una esencia preciosa” Esta luminosa experiencia, no exenta de redención, fue provocada por una magdalena remojada en la taza de té de tila con que su madre obsequia a Marcel, el melancólico aspirtante a escritor protagonista de El Camino de Swann. Marcel Proust supo definir en su prosa el preciso momento en que los olores y sabores nos arrebatan del presente y nos regalan una visita fugaz a nuestro pasado (esa inolvidable escena de la película Ratatouille en la que el crítico gastronómico prueba el platillo del mismo nombre cocinado por Remy, la rata chef, y que le transporta a su infancia, quizá le deba regalías al escritor francés). Por el Camino de Swann, la primera de siete entregas de A la búsqueda del tiempo perdido, es el inicio de un viaje por la memoria, por los intersticios de la vida, por aquel tiempo que se nos escapa del calendario, pero no muere en el recuerdo porque su construcción es sólida, estando hecha de la materia de lo cotidiano, lo amado, lo atesorado. ¿Quién no ha recordado los guisos de su abuela con la certeza de que hemos perdido algo muy caro para siempre? Afortunadamente, hay milagros culinarios que incluso en su simpleza pueden hacer que vuelva: “Combray entero y sus alrededores, todo aquello que iba tomando forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té”.
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No podíamos dejar de mencionar uno de los últimos éxitos que conjuga comida, diarios y viajes: el bestseller que presenta los diarios de Liz, una estadounidense en la treintena que, tras un divorcio traumático, decide encontrarse a sí misma lo más lejos posible. Su itinerario existencial la lleva a Italia, India e Indonesia, lugares donde hace lo que el título dice, pero sobre todo comer. Aunque se mueve apenas por debajo de los manuales de turismo, la obra de Gilbert tiene a su favor la propuesta del goce de los sentidos (y del paladar por encima de todos) para hallar el equilibrio interior que nos ha arrancado una vida pragmática y rutinaria. Para sorpresa de muchos, ha creado todo un fenómeno, y ya se habla del “Efecto Comer, Rezar, Amar”, bajo el que muchos norteamericanos han vendido todas sus pertenencias y se han lanzado a seguir puntualmente la ruta de la Gilbert.
Esta novela, ganadora del Pullitzer, dio pie a una célebre película de 1991. Una cinta que eliminó la relación lésbica de las protagonistas (un escándalo en la Alabama de entreguerras), y que escamoteó la receta de los tomates verdes fritos, que Flagg recrea como una metáfora del poder curativo de los ritos del amor: “Se corta el tomate verde en lonchas de unos 3 ó 4 milímetros de grosor, se rebozan en harina de maiz y se pasan por la sartén, vuelta y vuelta, un total de unos 3 minutos”. Entonces se añade la salsa, el aditivo indeleble de cada cocinera, pues en los tomates, como en la vida, “el secreto está en la salsa”.
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Esta novela es menos célebre que su adaptación cinematográfica, Cuando el destino nos alcance, para incomodidad de su autor. Todos recordamos que las galletas de Soylent green (el único alimento disponible) en la futura Tierra sobrepoblada, están hechas con carne humana. Sin embargo, en la novela no es así: Harrison se limita a describir el sabor miserable de polvorientas hojuelas de avena con algún otro nutriente añadido que mantiene con vida a las hordas hambrientas de humanos sobrevivientes. La ciencia ficción literaria en general se demuestra bastante pesimista respecto a la alimentación del futuro, y con razón: efectivamente, la Tierra se está sobrepoblando a pasos agigantados, los peligros de los alimentos transgénicos se hacen cada vez más patentes y el problema del agua es inminente. Este género entonces opta por describir las múltiples drogasnutrientes que harán posible evadir esa realidad en las plumas de Stanislaw Lem, Aldous Huxley, Philip K. Dick, y varios más.
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“La comida de Midori era mucho mejor de lo que esperaba: un increíble surtido de platos fritos, asados, encurtidos y cocidos preparados con huevo, pescado azul, verduras frescas, berenjenas, setas, rábanos y las semillas de sésamo, todo cocinado en el delicado estilo de Kyoto. -Esto es muy bueno- le dije con la boca llena.” Murakami ha sido la revelación literaria de la década, provocando reacciones encontradas en distintos grupos de lectores. En lo que todos coinciden, es en alabar su capacidad para hacer de la comida una presencia constante en sus libros, desde personajes que charlan en la cocina mientras preparan cotidianos manjares japoneses hasta conmovedoras escenas donde un anciano que ha perdido el apetito degusta con agrado la delicia simple de los trocitos de pepino bañados en salsa de soya. Murakami, desde luego, es consciente de los antojos que produce: “Me gusta escribir sobre comida. Quiero provocar una reacción física de los lectores al escribir sobre la comida o la bebida. Poder hacerlo con frases es uno de mis placeres como escritor”. La comida ligada a la escritura tiene incluso un cariz más místico: “Tengo la convicción de que si puedo conseguir hacerlo bien, seré capaz de hablar con más claridad, con más fuerza, sobre el amor o la tristeza, o el sentido de vivir”.
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