Rangiroa y la Laguna Azul en la Polinesia Francesa, es, literalmente, una laguna dentro de otra laguna
Por Alexis Beard
Visitar la Laguna Azul es una experiencia desconcertante. Tras poco más de una hora de navegación desde el pueblo de Avatoru, se llega a un pequeño conjunto de motus —islotes coralinos— dispuestos en círculo dentro de la gran laguna de Rangiroa. Es, literalmente, una laguna dentro de otra laguna. El agua aquí es tan clara que incluso en lo profundo se distingue el movimiento de los peces. No hay corrientes, no hay ruido. Los tiburones punta negra patrullan con indiferencia mientras se camina entre bancos de arena sumergidos. El silencio es total, salvo por el roce del viento en las palmas y el crujido de los pasos sobre los corales.
Este es uno de esos lugares donde el tiempo pierde su ritmo habitual. No hay mucho más que hacer que flotar, caminar, mirar. La Laguna Azul no exige nada. Solo permite estar.
De vuelta en Avatoru, los buzos y amantes del esnórquel se dirigen a Tiputa Pass, el canal natural que conecta la laguna con el mar abierto. Allí, las corrientes arrastran nutrientes, y con ellos llegan delfines, mantarrayas, tiburones martillo y cardúmenes que parecen coreografiados. Las inmersiones pueden ser suaves o desafiantes, pero siempre espectaculares. Incluso desde tierra, al atardecer, se pueden ver los delfines saltar entre las olas.
El Hotel Kia Ora Resort & Spa, el más reconocido del atolón, está ubicado entre cocoteros y playas de coral blanco. No busca impresionar con lujos ostentosos; su encanto reside en la tranquilidad. Las villas y bungalows —algunos sobre el agua, otros rodeados de jardines— conservan una estética que combina materiales locales, techos de pandanus y maderas pulidas. Algunos tienen jacuzzi privado, otros acceso directo a la laguna.
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El ritmo del hotel es pausado, acorde con el entorno. Hay un pequeño spa, un restaurante que sirve productos del mar con toques franceses y polinesios, y un muelle desde donde es posible ver tiburones bebé nadando entre sombras. Por la noche, el cielo estalla de estrellas, sin contaminación, sin interferencias.
En Rangiroa no hay grandes centros comerciales ni tráfico ni espectáculos programados. Lo que ofrece es otra cosa: una conexión lenta, directa y sin mediaciones con el paisaje. Aquí, la belleza no necesita filtro ni guion. Y eso, en un mundo saturado de estímulos, es un lujo poco común.
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