Desde aquí, encontramos la puerta de entrada a Luoyang, una de las antiguas capitales imperiales de China
Por Alexis Beard
En el corazón de Henan, tierra donde los ríos han trazado durante milenios la forma del tiempo, se alza una torre dorada que parece tocar las nubes. En sus pisos más altos habita el JW Marriott Zhengzhou, un refugio suspendido sobre la ciudad, donde el ruido se apaga y el aire se vuelve pensamiento.
El edificio, inspirado en la Pagoda de Songyue, parece haber nacido de la historia misma: su silueta evoca los templos antiguos, pero su piel de vidrio refleja un presente que se acelera. En esa fusión de eras —lo ancestral y lo nuevo— se siente la esencia de Zhengzhou, una ciudad que fue cuna de emperadores y hoy late al ritmo de los trenes de alta velocidad.
Desde aquí, encontramos la puerta de entrada a Luoyang, una de las antiguas capitales imperiales de China, donde el arte tallado en piedra guarda la memoria de dinastías que moldearon la cultura del país. A poco más de una hora, las Grutas de Longmen se despliegan como un poema de piedra sobre el río Yi: miles de budas esculpidos en los acantilados, rostros serenos que han observado el paso de los siglos con la misma calma que se respira en las alturas del hotel.
Desde los ventanales, la ciudad se disuelve en una bruma suave. Los ríos son hilos de plata, los autos diminutos puntos de luz.
En las habitaciones, el diseño es un lenguaje sin palabras: líneas limpias, texturas suaves, un gesto de equilibrio. La cama, blanca y ligera, se convierte en un lugar sin tiempo; el baño, con su bañera frente al horizonte, invita a contemplar más que a mirar.
Hay algo profundamente humano en esa altura: la sensación de estar lejos, pero no separado; de encontrar intimidad en la vastedad.
La comida, aquí, no se sirve: se celebra.
En los altos pisos, los aromas de las cocinas se mezclan con el aire y con el rumor lejano de la ciudad. Los sabores de Henan se reinterpretan con una elegancia silenciosa —un equilibrio entre la precisión del fuego y la memoria del hogar.
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Una sopa clara recuerda los inviernos antiguos. Un dim sum al vapor se abre como una flor. Un té verde perfuma el instante. No hay prisa: solo el ritmo natural de lo que se disfruta.
Más que un hotel, el JW Marriott Zhengzhou parece un organismo vivo. Su luz cambia con las horas, sus pasillos guardan un murmullo constante, su lobby respira al compás de quienes llegan y parten.
El agua, siempre presente —en fuentes, en la piscina, en la lluvia que golpea el vidrio—, actúa como hilo conductor. Cada superficie refleja una parte del cielo.
Desde sus alturas, Zhengzhou se muestra como una ciudad que renace. Allí abajo están los mercados, las avenidas, los templos. Aquí arriba, solo el sonido del viento.
Es fácil olvidar que uno está en un hotel. El espacio trasciende la hospitalidad y se convierte en experiencia: un diálogo entre pasado y porvenir, entre piedra y aire, entre lo visible y lo que apenas se intuye.
Y desde esta altura —antes de partir hacia Luoyang o las Grutas de Longmen—, uno comprende que la verdadera grandeza no está en el tamaño de lo construido, sino en la serenidad que logra inspirar.
Para más información: https://www.marriott.com/en-us/hotels/cgojw-jw-marriott-hotel-zhengzhou/overview/